Los policías se atrincheraron y nos pidieron a los vecinos que saliéramos y nos alejáramos, porque al parecer habría disparos. Al final salió con los brazos en alto y se puso de rodillas.
Llegó con Dios en la boca. Era casi medianoche cuando llamó a mi puerta. Era negro, delgado, de gestos amables. Tendría unos treinta años y venía con dos chicos de la mitad de su edad. Había visto el aviso de alquiler en el apartamento del primer piso y quería que lo ayudara.
Le dije que no metiera a Dios en el asunto. Era un grupo desigual. Uno de los chicos era alto, de cabello rubio y rostro inexpresivo. El otro tenía rasgos hispanos. Su cabello ensortijado me recordó al adolescente que fui hace muchos años. Me dijo que eran sus amigos y que, para ellos, él era como un guía, como un hermano mayor. Dijo que el apartamento era solo para él. Luego me habló de su situación.
Había llegado de Georgia hace seis meses. Dijo que trabajaba en un restaurante de comidas rápidas y que vivía en una pensión que quería dejar, porque había mucha droga. Agregó que con el tiempo esperaba reunir dinero suficiente para traer a su esposa y sus dos hijos. Vi en él al hombre que fui cuando mis hijos estaban pequeños. Me gustó su franqueza, su determinación.
Como no tenía auto, antes de la mudanza lo llevé a la compañía de electricidad. Esa vez me contó que dejó Georgia por la violencia, que allí vio matar a su padre y no quería que sus hijos crecieran en ese ambiente. Pensé que su historia confirmaba que no todo aquel a quien le asesinaron a su padre termina siendo un criminal.
Volví a verlo poco. Por el ruido se sabía que lo visitaban con frecuencia. Una vez llamé a su puerta, porque el auto de uno de ellos obstruía la entrada. Pensé que eran males menores, que con el tiempo aprenderían a comportarse. Para reivindicarse se ofrecieron a barrer las hojas del otoño.
El jueves pasado vino un detective a preguntarme si lo conocía. Le dije lo que sabía. Mientras hablábamos, los alrededores de la casa empezaron a llenarse de policías. Lo habían visto llegar y le pidieron que saliera, pero él se negaba.
Los policías se atrincheraron y nos pidieron a los vecinos que saliéramos y nos alejáramos, porque al parecer habría disparos. Pensé que dos sustos parecidos en una semana eran demasiado. Al final salió con los brazos en alto y se puso de rodillas. Mientras lo esposaban, me miró avergonzado.
Con el paso de los días he podido enterarme de los hechos. El hombre y los muchachos asaltaron la casa del padre del chico rubio. Iban en busca de dinero y marihuana. Tal parece que las cosas se salieron de control y el chico rubio mató a su padre. Al escapar decidieron prenderle fuego a la casa. La Policía encontró las armas ocultas bajo las hojas.