/ Alfonso Arias Bernal
Los mentirosos expertos nos engañan para aprovecharse de nuestra buena fe o para quitarnos algo: son sujetos siniestros y temibles. La interacción con estas personas puede llegar a producirnos daños devastadores; hacemos bien en evitarlos y en esforzarnos por no caer en sus redes. No obstante, estos mentirosos “profesionales” son más bien raros y en toda nuestra vida quizás solo nos topemos con unos cuantos de ellos.
Son gentes manipuladoras y moralmente laxas que actúan fuera de la norma social; pero el universo de la mentira no se agota en estos casos extremos. En realidad, según lo expone Franca D’Agostini (en su libro Mentira, Adriana Hidalgo editora), “al menos un tercio de nuestras transacciones linguísticas son, en mayor o menor medida, indiscutiblemente mentirosas”. Robert Feldman agrega: “Mentir no se limita a un aspecto de nuestra sociedad, a un tipo de persona o a un tipo de institución […], mentir impregna el modo en que llegamos a conocernos unos a otros y la manera en que formamos las relaciones”. (Cuando mentimos, editorial Urano). Y concluye: “El engaño está tan profundamente arraigado en el funcionamiento de nuestra sociedad que si lo elimináramos, tal vez no reconoceríamos la sociedad resultante. Es probable que tampoco nos sintiéramos muy cómodos con ella”.
Robert Feldman dirigió un estudio sobre la mentira en el cual participaron más de cien personas en situaciones corrientes; al final concluyó, según él mismo cuenta, que “la mayoría de las personas mienten tres veces en el curso de una conversación de diez minutos”. Naturalmente, muchas de estas mentiras son inocuas, piadosas; la mayoría son simplemente formas de cortesía o de tacto en el trato social. A muchos les gusta pensar que sus mentiras son tan insignificantes que ni siquiera son mentiras realmente.
Muchas veces tratamos de impresionar con mentiras, exageraciones o sesgos en nuestras comunicaciones verbales o no verbales, con el fin de parecer más competentes, más atractivos o más seguros de nosotros mismos. Estas mentiras facilitan el trato social y hacen posible la comunicación o, en todo caso, la hacen más fluida. A veces, ceñirse estrictamente a la verdad puede crear interrupciones que perjudicarían la fluidez de la charla. A este tipo de mentiras suele denominárselo “mentiras de conveniencia social”. Nuestra conducta social estándar tendría que cambiar mucho para adaptarse a un mundo estrictamente sincero; quizás este mundo resultara sencillamente intolerable. Mentir, por extraño que parezca, es lo normal entre los humanos; y en más de un caso queremos vivir rodeados de mentiras.
Dado que las “mentiras de conveniencia social” no hacen daño a nadie, dado que no hay víctimas evidentes, sería fácil concluir que tal vez no importe mucho que sean tan frecuentes. No obstante hay que estar atentos; la mentira siempre cobra un precio, aun cuando no nos cueste en forma inmediata en términos de dinero o de felicidad. La mentira puede imprimir una especie de “mancha” emocional en la relación. Las conversaciones en las que se miente más son “menos cálidas, menos íntimas, menos cómodas que las que son más sinceras”. La vida cotidiana se hace mucho menos amigable con las mentiras. La sensación de que la mentira ha manchado la relación, puede volvernos escépticos y erosionar nuestra confianza en los demás. Cuando descubrimos que se nos ha estado mintiendo, el efecto suele ser inmediato y negativo. Pero tal vez la consecuencia más insidiosa de las mentiras es que dan lugar a más mentiras: ser engañado aumenta la tendencia a mentir en conversaciones posteriores con la persona que nos ha mentido.
Es frecuente la opinión de que los niños pequeños no están manchados por las experiencias mentirosas de la vida adulta. Esta idea tiene un ilustre antecedente en el pensamiento de Jean-Jacques Rousseau, para quien los niños son buenos y virtuosos por naturaleza. “No existe perversidad original en el corazón humano”, afirmaba el filósofo ginebrino; la “perversidad” se adquiere con la influencia corruptora de la sociedad. No obstante, se ha demostrado que al igual que los adultos, los niños mienten con frecuencia. Esta tendencia a mentir se da en niños y niñas de todos los estratos sociales y de todos los coeficientes intelectuales. “Cuando los niños empiezan preescolar y se relacionan más, aumenta la necesidad de decir mentiras que los congracien con los demás o eleven un ego frágil”. Entre los dos y los tres años de edad, la mayoría de los niños empieza a mentir verbalmente. Los niños comprenden que sus padres tienen reglas, y que si esas reglas son violadas habrá castigos. Por eso no es raro que las primeras mentiras que dicen los niños sean del tipo “yo no hice eso”. Con la edad, los niños aprenden a mentir mejor, a inventar mentiras más elaboradas, a planificarlas y a ser más hábiles en el disimulo; hacia los cuatro años los niños empiezan a decir mentiras sociales. El niño que miente no necesariamente es “deshonesto”; de hecho, muchos niños todavía no dominan los conceptos de la moralidad y del mal.
En general se acepta que los niños aprenden a mentir por imitación de la conducta observada en los adultos. No obstante, se ha observado también que incluso los bebés emplean tácticas como llorar y reír sin motivo para llamar la atención. Esto plantea una cuestión interesante: si los niños ya mienten en la cuna, ¿es realmente la mentira una conducta aprendida de los adultos? “Es posible que mentir tenga un origen más profundo: el ADN”. Quizás el engaño sea algo innato en nosotros; algo intrínseco a la vida humana.
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