/ Gustavo Arango
Empeñada en ser la primera del mundo en todo –así sea contratando desocupados virtuales para que la ciudad tenga más votos que habitantes–, Medellín reaccionó con comprensible nerviosismo al título de “burdel más grande del mundo” concedido por uno de sus habitantes –que a lo mejor sabe de lo que habla– y ratificado por un medio de comunicación europeo –que a lo mejor investiga lo que divulga. La reacción oficial no se hizo esperar. Las autoridades dijeron que los periodistas extranjeros habían sido tendenciosos. En un análisis digno de doctores en letras, señalaron que el testigo que inspiró el título en realidad no dijo que Medellín fuera el burdel más grande del mundo. Según los doctos doctores, la frase textual era que “si a Medellín le pusieran un techo sería el burdel más grande del mundo”, por lo que –según ellos–mientras no tenga techo, Medellín no puede recibir ese título.
Se ha dicho que la prostitución es el oficio más antiguo del mundo y agradecería mucho a quien me explicara las razones que hay detrás de ese dicho. Lo que si me queda claro es que el tema está por todos lados. Para no ir muy lejos, casi todos los autores hispanoamericanos destacados se han referido en algún momento a las prostitutas, dándole al tema diferentes tratamientos. Uno de los capítulos más festivos de Cien años de soledad se refiere a la llegada a Macondo de unas francesas que introdujeron refinamientos y cambiaron para siempre los apareamientos simples de los habitantes del pueblo. Pero esa es sólo una de las muchas apariciones de las perendecas en la obra de García Márquez. Las vemos en El amor en los tiempos del cólera, pues Florentino pasa una temporada viviendo en el hotel de las “pajaritas”. Las vemos en Memorias de mis putas tristes, con una variedad del oficio inspirada por el escritor japonés Yasunari Kawabata. También están en las memorias del autor, quien como Faulkner sostenía que un prostíbulo era el mejor lugar del mundo para un escritor.
Juan Rulfo señala en el tema su relación con la pobreza. En el cuento Es que somos muy pobres el gran temor de la familia, tras la inundación que ahogó la vaca de Tacha, es que la niña termine siendo “piruja” como sus hermanas. Vargas Llosa, dedicó varias novelas al tema de la prostitución: La casa verde, Pantaleón y las visitadoras. Borges lo tocó de refilón en Emma Zunz, con la curiosa variante de que Emma se deshizo del dinero que recibió del marinero que la desfloró. Pero sin duda el que mejor ha auscultado el alma de la prostitución ha sido Juan Carlos Onetti, en particular en El Pozo y en Juntacadáveres, donde se hace evidente la hipocresía social que rodea la compra y la venta de seres humanos.
El debate sobre el nuevo “honor” para Medellín ha procurado estrechar el concepto de prostitución, para mostrarlo como un problema aislado. Pero si ampliamos la perspectiva, la prostitución puede ser sólo un síntoma visible de una sociedad en la que, de muchas maneras, se compran y se venden los cuerpos y las almas de las personas. Prostituto no es sólo el que se vende porque no tiene dinero, sino también el que lo hace porque no tiene principios. Prostituto es todo aquel que no es dueño de su vida y de sus decisiones, pero también lo son el político corrupto, el constructor tramposo, el médico negociante o el periodista vendido. Prostituto es el empleado explotado y el desempleado abusado. Prostituto será también el ingeniero verraco que se le mida a hacerle el techo a Medellín y acepte poner en riesgo la seguridad de tanto puto, haciendo trampa con los materiales utilizados.
Oneonta, septiembre de 2014.