/ Gustavo Arango
Siempre que se habla de la llamada Conquista, se piensa en Hernán Cortés y en Pizarro y en los aztecas y los incas, pero poca atención se presta al lugar donde empezó toda esa historia. Si uno pregunta cuál fue la primera ciudad española en Tierra Firme, algunos responden como alumnos aplicados que fue Santa María de la Antigua del Darién. Pero, más allá del nombre, pocos conocen las vicisitudes de aquel imperio efímero. Fundada en 1510, Santa María llegó a tener más habitantes que Madrid, y estaba llamada a ser una especie de Nueva York en el Caribe. En 1514, la Corona española envió allí la flota más grande que cruzó el océano: veinte barcos con dos mil personas, pero las divisiones internas, la codicia y la crueldad fueron causa de su ruina. Después de catorce años, fue destruida, y la selva cubrió el lugar donde se hallaba.
En Santa María vivieron personajes como el cronista de las Indias, Gonzalo Fernández de Oviedo (autor de la primera novela escrita en territorio americano) y el porquerizo Francisco Pizarro, quien llegaría a ser uno de los hombres más ricos del mundo en todos los tiempos. Allí también estuvieron Vasco Núñez de Balboa, descubridor de la Mar del Sur, y Pedrarias Dávila, fundador de la ciudad de Panamá y uno de los hombres más crueles que pisaron Tierra Firme. Se dice que, bajo el mando de Pedrarias, los españoles mataron cerca de dos millones de indios, saquearon el oro de estas poblaciones, destruyeron sus culturas, sus lenguas y sus sabidurías ancestrales. Es por eso que el Darién se encuentra virtualmente despoblado.
He pasado los últimos meses escribiendo una novela sobre Santa María de la Antigua, y una de las conclusiones que me quedan es que el mundo y la gente no cambian. Después de conocer los detalles de esa historia uno puede fácilmente señalar los Pedrarias y Pizarros y Balboas de nuestro tiempo. La historia de la villa del Darién desborda los límites de la imaginación y explica en buena parte lo que ha sido Hispanoamérica desde entonces. Aquí están el deslumbramiento de los europeos con el Nuevo Mundo, el desconcierto y la aniquilación de las poblaciones nativas, la exuberancia de la naturaleza, el encuentro de culturas, y las enfermedades de los cuerpos y las almas.
Hace un par de semanas puse el punto final a mi novela y, minutos antes de enviarla al editor, descubrí un comentario que, en 1995, hizo Germán Arciniegas, uno de nuestros historiadores más destacados: “La historia de la primera ciudad del continente es el tema de la mejor novela que no se ha escrito”. Si hubiera leído aquello antes de escribir el libro, me habría asustado mucho y quizá no habría emprendido esa tarea. Pero la novela ya está escrita y ahora sólo queda que los lectores juzguen por ellos mismos. El único problema es que, para emitir ese juicio, tendrán que comprar el libro.
Es por eso que debo tomar medidas para que el asunto no se quede en palmaditas en el hombro y “likes” en mi página de Facebook. Aquí es donde aparece la maldición. Como he andado entre adelantados y rufianes, he aprendido algunas mañas. Quiero que sepas queridísimo lector, “predilecto hijo mío”, que si leíste esta columna y no compras el libro –y si, de paso, no convences a otros nueve para que también lo compren–, corres el terrible riesgo de pasar por nueve meses de muy malísima suerte. Se ha sabido de una pobre señora que desatendió la advertencia y tuvo tan mala suerte que se quedó sin leer la mejor novela histórica que estaba por escribir.
Oneonta, octubre de 2014.