La intención sobre la cebra

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Desde que me muevo sin el afán de las ocupaciones con horario, para llegar a mi destino privilegio el uso del transporte público o caminando. El carro lo dejo para trayectos más largos o para ir con compañía. Cuando soy peatona, me indigna cuando algún vehículo invade la cebra y se lo hago saber a quien va conduciendo con mis gestos o un toque de mis dedos en la carrocería. 

Hace un mes recibí una foto multa en la que se veía muy claro la llanta delantera de mi vehículo pisando una parte de un cruce peatonal.  Ahí lo recordé todo: llevaba a mi hermana a la clínica. Para no obstaculizar el rectángulo antibloqueo (las X pintadas en el cruce que seguía, en La 33, debajo de la estación Exposiciones del Metro) no avancé y cuando comprendí que no iba a quedar al otro lado, reversé lo más que pude (el carro de atrás ya estaba pegado) y quedé tranquila porque permití el flujo vehicular que, a esa hora, es denso. Había sido consciente de todo, menos de que había una cámara preparada para dejar constancia, no de que me había parado ahí para no obstaculizar el tráfico. Tampoco de que había reversado para no quedar sobre toda la cebra e impedir el paso de los pocos peatones que cruzaban a esa hora (en la foto no se ve ninguno). 

Pasa mucho, que hacemos mal sin querer. Seguramente, más de una vez, esos vehículos que invaden la cebra por la que camino, no han sido conscientes. Pero la intención no queda en la foto y menos en la foto multa.Y a veces las intenciones no son suficientes. Por ejemplo, se va a cumplir un año de un choque que no provoqué y del que fui víctima inocente. Confié en la palabra de una persona y en la aseguradora Mapfre. En una de las pocas rectas que une el Peñol con Guatapé, en un día soleado de un viernes por la tarde, frené tras un chivero que dejó pasajeros, y rápido sentí el golpe de dos cascos con la parte trasera de mi carro. El automóvil que venía atrás, se llevó por delante a una motocicleta que iba entre los dos vehículos y la lanzó hacia mi carro. Cuando me bajé, Elisabeth, la conductora que nos impactó, estaba visiblemente afectada y repetía: “no les quería hacer daño”.  Los de la motocicleta eran una pareja joven. Él le daba tranquilidad a ella, y le indicaba que no se levantara del piso. “Es que tiene cuatro meses de embarazo”, nos contó. Las latas pasaron a un segundo plano. “Tranquilos que yo tengo seguro”, dijo Elisabeth. Y creímos en esas palabras. Yo estaba relajada, aunque mi vehículo no estaba asegurado, porque no había cometido ninguna infracción y, bueno: “el que da por detrás paga”, así que no tenía qué perder. Confiamos. Tuvimos que irnos al hospital, porque como había heridos, nos debían hacer prueba de alcoholemia e informes. Horas después, éramos todos amigos, el bebé y la mamá estaban bien y yo retomé mi ruta para San Rafael, con ellos, que iban a visitar a su familia allá y qu,e por supuesto, habían dejado la motocicleta afectada en un parqueadero. 

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Pero apenas empezaba el suplicio. Poner el caso en la aseguradora, como un tercero implicado, es un reto a la paciencia de cualquier ser humano que tiene que interactuar con opciones poco claras en un call center automatizado. Esperar. Esperar. Esperar. Esperar a que alguien humano apareciera para decir que faltaba tal documento, y el otro, y finalmente me negaron mi reclamación. Luego de pegar varios párrafos con detalles de la Ley y su política de cubrimiento, determinaron: “No se observa demostrada la responsabilidad del conductor del vehículo”, y por eso decidieron que no debían pagar. 

Sé que a los muchachos les arreglaron la moto después de mucho papeleo, y que no se incluyó ni los moretones ni las afectaciones de salud posteriores ni de ella ni de él que no mencionó para darle prioridad a los de su familia. Todos estuvimos ahí y sabemos qué pasó. Llamé al agente de tránsito que nos acompañó, pero ya había pasado el tiempo de audiencias y demás y, habíamos renunciado a ese tema porque estaba el seguro respaldando. Le conté a Elisabeth, y luego de decir: “No soy nadie para contradecir lo que dice la aseguradora. Para eso la tengo”, dejó de responder. Hasta ahí duró su buena intención. Una intención que, de nuevo, no se vio. 

Las voces profundas de Plegarias bailables

“Instrucciones para vivir una vida: prestar atención, sorprenderse y contarlo” es uno de los poemas de la escritora estadounidense Mary Oliver, que se danzó en una puesta en escena muy especial a la que asistí el 21 de mayo en el Teatro Otraparte de Comfama: Plegarias bailables de la Sociedad anónima del sonido y el Colectivo Quimera móvil fue una presentación profunda, fluida y auténtica, en un teatro que, dispuesto de una manera diferente, invitaba a recogerse, a escuchar y a sentir, unos textos hermosos, con voces profundas en dicción y entonación perfectas, reforzadas por luces y el sonido del sora, un instrumento de percusión melódica creado en Argentina que remite a una mezcla entre cuencos tibetanos y los órganos de las iglesias. Ese sonido le daba una grave profundidad a todo, textos, movimientos, colores y por supuesto, música. 

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