La guerra y la muerte del arte

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Tras la guerra vinieron las reflexiones y se comprendió que el alma de la cultura europea había sido herida de muerte

/ Carlos Arturo Fernández U.

No es casual que el siglo 20 haya sido denominado como “el siglo de las guerras”. Pero sí es dramático, sobre todo cuando otros han sido llamados como “de las luces”, “de los descubrimientos”, etcétera.

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Mientras se conmemora el centenario de la Primera Guerra Mundial, este 1º de septiembre se recordaron los 75 años del comienzo de la Segunda, con la invasión de Polonia por las tropas hitlerianas. Lo que vino después sería la hecatombe más terrible de toda la historia humana, con episodios de crueldad inaudita por parte de agentes de todos los bandos en conflicto. Y, como es fácil suponer, los efectos sobre el mundo del arte y de la cultura serían muy significativos.


Guernica, de Picasso

Curiosamente, no perdieron la vida en combate tantos artistas como en la guerra de 1914 aunque, por supuesto, muchos murieron en los campos de concentración y entre ellos un altísimo número de artistas judíos. Pero la situación política, ideológica y social que rodeó la guerra tuvo efectos devastadores en muchos frentes del arte contemporáneo. Ya desde 1933, poco después del ascenso al poder del partido nazi, este ordenó la clausura de la Bauhaus, la principal escuela de Arquitectura, Diseño y Artes de todo el siglo, por la sospecha de que encerraba un foco de comunistas. El resultado de esta censura fue el traslado a Estados Unidos de los más destacados miembros de la Bauhaus, como Walter Gropius y Mies van der Rohe, quienes abrieron capítulos nuevos en la arquitectura norteamericana; o el fotógrafo y pintor László Moholy Nagy, quien sentó las bases del arte óptico, desarrollado más de una década después de su muerte.

La censura continuaría de manera inmisericorde, y a lo largo de los años siguientes se definió un programa de rechazo contra el arte moderno que alcanzó niveles alucinantes: la calificación de “arte degenerado” se aplicó se manera sistemática a todo lo que pareciera apartarse de la “normalidad” germánica o atacar su “superioridad” racial y cultural, todo lo que pudiera ser comunista o judío, todo lo que no se acomodara al “arte heroico” alemán. Más de 200.000 obras fueron catalogadas como degeneradas y retiradas de los museos en los territorios dominados por el Tercer Reich, junto con movimientos enteros: Impresionismo, Expresionismo, Cubismo, Dadaísmo y Surrealismo fueron proscritos. Y, al mismo tiempo, se orquestó el más gigantesco robo de obras de arte, las cuales pasaron a ser propiedad del régimen, tras el expolio de toda la Europa ocupada.

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Pero quizá el efecto más duradero se produjo con el estallido de la guerra, por un desplazamiento masivo como no había conocido la historia del arte. La lista de artistas, galeristas y críticos que cambiaron a Europa por Nueva York es muy extensa. Baste recordar a Piet Mondrian, Salvador Dalí, Max Ernst y André Breton. Ello creó un clima que convirtió a Nueva York en capital mundial del arte e impulsó a los jóvenes americanos, como Jackson Pollock, Willem de Kooning, Arshile Gorky y Mark Rothko, quienes dieron vida a los movimientos más potentes de mediados del siglo.

Tras la guerra vinieron las reflexiones y se comprendió que el alma de la cultura europea había sido herida de muerte porque, en definitiva, toda la historia de Occidente no parecía más que la absurda preparación para lograr el exterminio. Por eso no es extraño que entonces se invoque como ya ocurrida la muerte irremediable del arte.

En definitiva, la Segunda Guerra Mundial produjo una transformación radical de todo el mundo del arte, no solo desplazando a los artistas sino también frustrando unas propuestas y abriendo caminos insospechados para otras. De manera muy profunda, el arte y las ideas de las décadas posteriores a la guerra van a estar profundamente determinados por ella e incluso van a ser posibles por ella.


Obra de Jackson Pollock

Una anécdota final sirve para ilustrar los paradójicos procesos desencadenados por la guerra. En 1937, en medio de la Guerra Civil Española, Pablo Picasso recibió una solicitud de la República para crear una obra con destino al pabellón español de la Exposición Internacional de París, de ese mismo año. Tras muchas dudas, Picasso realizó una serie de grabados que tituló Sueño y mentira de Franco, pero no lograba concretar un gran mural que se le había pedido. Cuando un mes antes de que se inaugurara la Exposición se produjo el ataque aéreo a la ciudad vasca de Guernica por parte de la aviación alemana al servicio de Franco, Picasso supo que debía mostrar que Guernica era un símbolo de la situación humana en medio de la guerra. Y así, a marchas forzadas, creó una de las obras más trascendentales del siglo 20. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, el artista acabó atrapado por la invasión alemana a Francia y se quedó en el París ocupado. Su taller era visitado con frecuencia por jerarcas nazis que querían conocer de cerca a este líder del “arte degenerado” y él, sistemáticamente, les regalaba postales con la pintura de “Guernica”, que por entonces se encontraba en Estados Unidos bajo la custodia del Museo Metropolitano de Nueva York. Se cuenta que una vez un joven oficial, que seguramente había sabido de la obra pero no tanto de su autor, al recibir la postal le preguntó admirado: “¿Usted hizo esto?”; a lo que Picasso, cargado de ironía le respondió: “¡No! Eso lo hicieron ustedes”.

Y, en realidad, ambas cosas eran ciertas.

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