/ Claudia Arias
Por suerte me tocó escribir la primera columna para La Buena Mesa de 2017 y me alegra desearles un año amoroso, dulce y en paz; un año en el que saboreemos lo que nos comamos y en el cual nos alimentemos con conciencia, no pensando en cada bocado que nos llevamos a la boca, pero sí preguntándonos cada tanto cómo va nuestra relación con la comida, un asunto cotidiano que nos mantiene vivos y con alientos para transitar por el mundo, pero en el que poco pensamos a fondo.
Como a otros, me resulta inevitable iniciar el año sin el modo reflexivo, y en esta ocasión me toca el asunto de las diferencias culturales, el hambre en el mundo y la invasión de empaques desechables. Nunca fui tan consciente de ello como a mi paso por La Guajira; en nuestro recorrido hasta Punta Gallinas, extremo más septentrional de América del Sur, nos topamos con más de una veintena de improvisados retenes de niños wayúu, en medio de hermosos parajes desérticos y playas de ensueño, llenas de botellas de plástico, envolturas de galletas, dulces y más.
La confrontación como ser humano es dura en estas tierras, conocer su belleza es un privilegio que tiene un costo en la conciencia. Pienso en los 82 niños wayúu muertos en 2016 (según la Secretaría de Salud Departamental, pues para la Fundación Shipia Wayúu son 92) y un pedazo de mí me dice que recorrer estas tierras, hospedarse y comer en ellas, comprar sus artesanías, contribuye en alguna medida a llevarles ingresos; pero otro pedazo me genera culpa al viajar en un carro con aire acondicionado, aprovisionado de botellas de agua y comida –la mayoría en desechables–, mientras allí muchos pasan hambre y sed.
Ver las caras de los niños en los retenes de la ruta, esperando algo a cambio de los arijuna (nosotros los citadinos), sobrecoge y plantea más dudas: ¿darles o no darles? ¿darles qué? El líder de nuestro viaje, que lleva años trabajando en La Guajira, promueve el no dar dinero, por aquello de que “no hay que dar el pescado, sino enseñar a pescar”; tampoco es amigo de entregar mecato y agua en bolsas o botellas, cuyos empaques terminarán en este contradictorio territorio.
Su opción es comprar bolsas de panes sin empaque individual, para entregarles a los niños algo un poco más nutritivo que un dulce, que además deben comerse al momento. Sé que no es una solución a los problemas del lugar, pero en medio de lo difícil que es tomar cualquier decisión en lo que respecta a este rincón de Colombia y a sus habitantes, al menos es una opción sensata.
Si solo viajáramos por la belleza de los destinos, a La Guajira no le cabría un alma, pero en cambio pocos nos adentramos en su territorio, el mismo que ha sido privado de una mejor suerte debido a la corrupción. No abogo por un departamento pavimentado de norte a sur y con grandes cadenas hoteleras, solo sueño con que los niños no sigan muriendo de hambre, sus rutas sean algo más amables y sus playas no sean el basurero municipal, abogo por un turismo sostenible.
El viaje bien vale la pena y si se animan no dejen de probar las empanadas de camarones en el aeropuerto; de saborearse una sierra o un lebranche frito; o para los carnívoros y más osados, el friche (chivo). Para cerrar, un buen dulce de papaya.
Cada quien tomará su decisión sobre qué dar a los niños, pero en todo caso que sea sin envoltorio. Con respecto a sus empaques, ojalá sean mínimos y midan la capacidad del carro para retornarlos a un sitio en el cual exista una mejor disposición de residuos. Mientras tanto, rogar porque la corrupción no siga reinando y buscar alguna buena causa pro Guajira para apoyar. Hay muy buenas.
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