“No hay bestia sin tacha, ni hombre sin crimen”, leí anoche antes de dormirme. Consideré por un momento las implicaciones de esa frase, hice un repaso general de mis canalladas, me hundí bajo la gruesa cobija que me acompaña en esta Siberia a la que me condujo el destino –y me conduje– y tardé poco en dormirme.
Mi vida pudo haber transcurrido sin encontrarme con Baltasar Gracián (1601-1658), a quien no he podido dejar de leer desde hace seis meses –cuando me crucé con una traducción al inglés de su obra más accesible, la hojeé y me interesó, me pregunté por qué no me había fijado antes en esa reluciente lucidez y decidí traérmela a casa–, pero sin ese hallazgo habría sido menos vida, y la muerte que me espera, menos muerte.
La versión en inglés es diáfana y fluida. Se titula The Art of Worldly Wisdom –algo así como El arte de la sabiduría mundana– y consta de trescientos parrafitos en los que se resumen los secretos de las relaciones humanas. El propósito parece no muy claro. Por momentos se trata de un manual para “ser personas” y “santos”, pero no deja de proveernos con las armas necesarias para sobrevivir y obtener la mejor mano en el convite de los criminales.
No compitas con tu superior, ni seas su confidente; conserva un aire de misterio; nunca seas ni des todo a una persona; arrímate al prudente; cuando ganes, dile adiós a tu suerte; elige bien a tus amigos, porque pueden ser tus peores enemigos; nunca te rebajes o irrespetes a ti mismo; hazte el tonto; no hables de ti; las cosas no cuentan por lo que son, sino por lo que parecen; anhelando lo mejor, espera lo peor; la necedad predomina; actúa siempre como si tuvieras testigos; lo que menos se espera más se estima; lo bueno no siempre triunfa; la perfección está en la calidad y no en la cantidad; sé una mezcla de paloma y de serpiente… son algunas de las perlas que este hombre nos arroja a la piara. Allí también hay joyas que han pasado al lenguaje, como “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”; aunque pocos saben que al decirlas están citando a Gracián.
Acabada la lectura del Oráculo manual y arte de prudencia (el título original de la colección de fragmentos publicada por amigos de Gracián), quedé con ganas de más. La experiencia en español es otra cosa. Difícil al principio, sorprendente luego; hoy me pregunto cómo voy a hacer para leer otros libros que no tengan la inteligencia del jesuita aragonés. Leí El héroe, leí El discreto, hojeo su Agudeza y arte de ingenio y no dejo de preguntarme en qué momento a los escritores se nos olvidó escribir, a qué hora dejamos de usar el lenguaje con la gracia de Gracián.
Ahora no quiero hablar de El Criticón, su obra más maestra, porque no lo he concluido. Hace cuatro semanas me embarqué con Andrenio y con Critilo en ese viaje a través de las edades de la vida y me temo que lo seguiré leyendo y releyendo hasta morirme. Schopenhauer llamó a El Criticón la mejor novela del mundo. Sin su lectura de Gracián, La Rochefoucauld habría sido menos incisivo. Cuando se trata de jugar con el lenguaje, James Joyce es un aprendiz al lado suyo (anoche hablaba del necio que quería ser “marivenido” y pretendía a la dama “que había muerto a su marido”). Su influencia está en Mozart, en Nietzsche, en Walter Benjamin. Al mundo le queda grande este curita que recibió gustoso toda clase de castigos, con tal de que no cambiaran ni una frase de su libro.
Oneonta, enero de 2014.
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