Henry Jenkins, conocido por haber posicionado el término transmedia, dijo: “Orwell jamás imaginó que el gran hermano seríamos nosotros mismos con una cámara en la mano”.
Un teléfono con conexión a internet abre posibilidades tan democráticas como inquietantes y contradictorias. Si bien puede convertirse en un salvador que posibilite la denuncia de injusticias, también puede representar un arma letal capaz de robarle la intimidad a la muerte misma.
De este robo silencioso de uno de los momentos más sagrados de toda existencia humana, fuimos testigos recientemente cuando en Facebook Live una persona transmitió el salto de una mujer que, con su hijo de 10 años, puso final a su existencia en Ibagué.
Los videos comenzaron a rodar en las redes sociales y cadenas de WhatsApp; incluso algunos medios de comunicación, ya fueran masivos o independientes, no se abstuvieron de embeber la tragedia en sus páginas web. Ese día, 6 de febrero de 2019, la ética no logró salvarnos.
El robo de la intimidad de ese instante se hizo evidente para quienes reclamaban y defendían el hecho como noticia; pero, también para familiares y amigos de alguien que decidió no volver a escuchar más voces. “El suicidio es una realidad compleja”, escribía la periodista Renata Cabrales (@Cabralita) en sus redes sociales mientras hacía un llamado a no compartir los videos.
Ese día, buscando frenar la desilusión que a veces de manera desesperada produce la humanidad, encontré refugio en los recuerdos. Esos que, como forma de resistencia, vuelven a traer conversaciones necesarias a la mesa. Preguntas éticas que parecieran desaparecer con el tiempo pero que, en días donde todos podemos ser “el gran hermano de alguien”, cobran más vigencia que nunca.
Recordé entonces a Heiner Castañeda, profesor del pregrado de periodismo de la Universidad de Antioquia, quien cuando fui estudiante solía ‘atormentarnos’ con preguntas como: “¿Prima el derecho a la vida o a la información?”.
Para aquel entonces – 2003 – creíamos que era un cliché preguntarse por semejantes cosas; pero, tras el capricho que tiene la realidad de sorprendernos, estos cuestionamientos éticos, este regreso a la filosofía del comportamiento humano, vuelve a posicionarse como protagonista. Necesitamos regresar a la ética.
La lista de preguntas puede ser tan infinita como el concepto mismo de libertad; pero, en medio de una crisis donde no pareciéramos distinguir límites, deben trascender los escenarios de formación periodística. Asimismo, debe regresar a los medios de comunicación donde parece existir una amnesia por la dignidad humana.
Pero estos retornos no resultan suficientes. Hoy la ética debe ser un imperativo de las universidades, pero también de los espacios de conversación ciudadana, de las discusiones empresariales, los diálogos familiares, las actividades que se promueven en la escuela y la agenda pública de los gobiernos.
La que ha sido llamada la “nueva sociedad digital” enfrenta una serie de retos que hace necesaria la ética por encima del espectáculo.
Mientras lee este artículo en su teléfono celular, le invito a hacerse una pregunta: ¿cuántas veces le ha robado la intimidad a alguien? Tal vez, entre el chiste y los recuerdos, pueda empezar a encontrar alguna consideración.