El libro La quinta puerta (editado por Mauricio García Villegas, Leopoldo Fergusson y Juan Camilo Cárdenas) afirma que la educación en Colombia ha caído en la “trampa de los bienes públicos”. De manera resumida, esta consiste en lo siguiente: ante la debilidad del Estado para garantizar una educación pública de calidad, la respuesta de quienes tienen más poder económico –y, en consecuencia, político– ha sido crear y responder a una oferta privada de educación de mejor calidad, en lugar de usar su influencia para que la educación pública mejore sustancialmente. Esto resulta, sugieren los autores, en un apartheid educativo en el que se elimina el pluriclasismo: los ricos se educan con los ricos y los pobres con los pobres, haciendo que se profundicen todavía más las desigualdades.
¿Debe entonces desaparecer la educación privada? Yo, siendo profesor de una universidad privada, sueño –como muchas otras personas– con que toda persona tenga acceso a la educación y pueda, a partir de la adquisición de conocimientos y habilidades, del intercambio de ideas y perspectivas con sus conciudadanos y, sobre todo, de la posibilidad de reflexionar sobre su vida y la vida en sociedad, ser mejor persona para vivir bien y construir una mejor sociedad. No desconozco las tensiones entre lo público y lo privado, pero estoy convencido de que la educación privada no es naturalmente opuesta a la equidad. Si su ejercicio está orientado hacia el reconocimiento de las diferentes realidades que se viven en sociedad, si es pluriclasista, si realmente se ocupa de canalizar recursos hacia la solución de los problemas que nos agobian (incluyendo los ambientales), la educación privada puede ayudarnos a avanzar hacia la reducción de las desigualdades.
Para lograr esto es necesario, por supuesto, que se continúe fortaleciendo la diversidad por medio de becas totales y parciales (y otras herramientas de acceso) y que se generen sinergias público-privadas profundas. Pero, más allá de esto, es menester que se incorporen estrategias pedagógicas que acerquen a las comunidades estudiantil y docente a las realidades del territorio que habitan. No debería un estudiante cursar su carrera en la universidad sin tener experiencias de aprendizaje transformadoras. Estas son aquellas en las que, además de informarse sobre los problemas por fuera de su entorno, al estudiante le es posible examinar críticamente en qué consisten esas otras realidades problemáticas (para reconocer su complejidad), al tiempo que tiene una exposición experiencial a ellas (estar ahí, para construir empatía) y que encuentra la relevancia que, para su propia vida, tiene ayudar a resolver los problemas de la sociedad (es decir, encontrar compasión y empoderamiento).
Apostémosle a una educación que, en lugar de dar la espalda a los retos de la humanidad, los use como instrumento para el aprendizaje y, así, le aporte a la equidad. Este debería ser un criterio clave al hablar de una educación de calidad.