Estaba hipnotizada viendo rodar una cabeza de culto: la de la Dama de París. Y me dolieron los huesos. Y agradecí como nunca a Víctor Hugo porque la salvó de una demolición casi segura.
Se equivocó Víctor Hugo (con acento en las dos oes lo pronuncian los franceses) cuando dijo: “¡Qué precaria inmortalidad la del manuscrito! ¡Un edificio es un libro mucho más sólido, duradero y resistente! Para destruir la palabra escrita bastan una antorcha y un turco. Para demoler la palabra construida, hace falta una revolución social”.
Y de qué manera se equivocó el escritor, uno de los grandes de todos los tiempos (imposible leer Los Miserables, por ejemplo, y no corroborarlo), luego de la publicación de su primera novela, Nuestra Señora de París, que tiene a la rotunda y longeva edificación gótica, más que como escenografía, como personaje central junto a Quasimodo –sí, el jorobado-, el malvado arcipreste y Esmeralda, la gitana.
“Y la catedral no era solo su compañera, era el universo; mejor dicho, era la Naturaleza en sí misma. Él nunca soñó que había otros setos que las vidrieras en continua floración; otra sombra que la del follaje de piedra siempre en ciernes, lleno de pájaros en los matorrales de los capiteles sajones; otras montañas que las colosales torres de la iglesia; u otros océanos que París rugiendo bajo sus pies”.
El 15 de abril esa “palabra construida” estuvo a punto de quedar reducida a cenizas sin necesidad de una revolución; en cambio la “palabra escrita”, no solo ha sobrevivido a múltiples antorchas, sino que ha sido de nuevo catapultada a los anaqueles de las librerías, por cuenta de una tragedia que pudo haber sido peor. (La letra protegiendo al ladrillo).
Ese lunes, cuando la aguja de la iglesia dobló su dura cerviz frente a las cámaras, me sentí una con las tricoteuses que, cadeneta-punto-cadeneta, elaboraban gorros frigios mientras veían rodar cabezas de las guillotinas de La Bastilla. Yo no tejía protestas, pero sí estaba hipnotizada viendo rodar una cabeza de culto: la de la Dama de París. Y me dolieron los huesos. Y agradecí como nunca a Víctor Hugo porque al escribir Nuestra Señora…, la salvó de una demolición casi segura, después de que el vandalismo vengativo de la Revolución Francesa, la hubiera hecho trizas. (¿Qué sería de la humanidad sin la literatura?).
Así describe Santiago Posteguillo, en La sangre de los libros (Planeta 2012), el instante en el que Monsieur Hugo “vio” a Notre Dame como una protagonista de novela:
“Pero volvamos a la iglesia cuyo estado lo atormentaba. Nuestro escritor está ahora sentado en un banco en el centro del edificio (…) Medita en silencio. Entra otro hombre y se sienta a su lado. —Sabes que me prometiste una nueva novela y aún estoy esperando. —Era Gosselin, su editor, el que le hablaba— (…) Víctor Hugo se levantó de un salto, salió de la catedral y se encerró en su casa desde septiembre de 1830 hasta febrero de 1831. En un esfuerzo titánico del que le costaría recuperarse, escribió Nuestra Señora de París”.
La inspiración que a muchos ha hecho creer, al visitarla por primera vez, que las misteriosas gárgolas los saludaban por sus nombres.
ETCÉTERA: El poeta catalán, Carlos Pujol, que fue experto en el romanticismo francés, dijo de Víctor Hugo: “En él está todo. La realidad y la fantasía, lo cotidiano y lo sublime, el yo y el universo, la eternidad y la historia, el amor y la muerte”. ¡Y la catedral! (Inmortal, porque ya está escrita).