Suelo contar que de niña solo comía pan con mantequilla. No es literal. Lo cierto es que al salir a un restaurante mi hermana pediría el plato más emblemático del lugar, mientras yo balanceaba la economía familiar al dar cuenta, única y exclusivamente, de la canasta de pan y la mantequilla que lo acompañaba.
Llegué a escribir sobre temas de cocina por azar. No crecí junto a las ollas de mi mamá y abuelas, si bien mi mamá aún es una gran cocinera y ellas lo fueron en vida. Cualquiera de mis dos hermanos, cocinerazos, y gozones por naturaleza, estaban más llamados a seguir estos pasos. En estos 20 años de carrera he visto transformarse el entorno gastronómico de forma abismal, tanto en Colombia, como en el resto del mundo. He aprendido a probar, a experimentar, a entender y a conceptualizar.
Y mientras me sorprendo, me cuestiono también sobre el propósito de lo que hago, lo que ha traído a mi vida, a la de los personajes sobre los que he escrito y a la de aquellos con quienes comparto la vida. Y pasa que a veces las habilidades aprendidas se quedan cortas en el cotidiano, en ese administrar la comida diaria. En ese decidir qué comprar, a dónde, cuánto invertir, qué preparar o cómo hacerlo. Se quedan cortas frente a la decisión de qué restaurante elegir y qué plato dentro de su carta.
Esta columna es un tratar de organizar mis pensamientos. Al final, nada hay más importante en el universo culinario que la alimentación regular del día a día. Pensamos en comida más a menudo de lo que, al menos yo, quisiera; no obstante, hay muchos que no comen lo suficiente. Muchos. Mientras tanto otros no dimensionamos la fortuna de cada bocado y acrecentamos las expectativas de un mundo también frívolo y algo absurdo.
A menudo, mientras decidimos qué o a dónde comer con mi esposo, terminamos enfrascados en una discusión sin sentido. La amplitud de opciones, un privilegio que, a primera vista, es también un arma de doble filo. Cuando salimos airosos y acertamos en el lugar y el pedido, regresa la armonía. Yo, mientras tanto, voy creando un mapa mental de sabores y preparaciones, que luego busco replicar en la casa.
Con los años, y siempre y cuando esté dispuesta a aceptar resultados adversos, me he adentrado más en la cocina. He pasado de la curiosidad conceptual a las ansias de la práctica. Como dice una de mis profesoras de yoga, hay que pasar la experiencia por el cuerpo; en el caso de la cocina, por las manos, los ojos, la nariz. He logrado un par de cosas sabrosas, comidas aceptables y otras para no repetir.
Esa consciencia ha venido a complementar mi carrera, a darme perspectiva. Para cocinar conviene trazar antes un plan, revisar nevera y alacenas, tener en cuenta el presupuesto y, por supuesto, los gustos de los comensales. Otras veces, claro, hay que adaptarse y sacar el mejor provecho de lo que tenemos en la casa. En uno y otro caso, hacerse responsable de la propia alimentación y la de la familia. Un reto, un regalo.
Hay días, aún, en los que quisiera ser de nuevo la niña de la canastica de pan. Pero casi siempre prefiero la consciencia del presente. Hay días, aún, en los que quisiera que otro decidiera por mí. Entonces recuerdo que, en el universo culinario, no hay nada más importante que la alimentación regular del día a día. Nada como ocuparse de ti y de los tuyos. Nada como hacerlo con amor. No siempre lo logro, pero lo intento.