Si lográramos reconciliarnos con la idea de que nada es para siempre, si lográramos hacer las paces con la impermanencia como condición inherente e inevitable de la existencia, de la vida misma, podríamos vivir más ligeros de equipaje, más tranquilos. Sin duda, disfrutaríamos más y sufriríamos menos.
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Todo en la vida cambia, nada permanece igual para siempre, estamos en constante movimiento y transformación: cada uno de nosotros y el entorno que nos rodea. Nacemos, crecemos, envejecemos; después del invierno llega la primavera, luego el verano, el otoño, y nuevamente el invierno. La alegría, la tristeza, la dificultad, la gloria… Todo llega, pasa, se va.
Hoy en día escucho con bastante frecuencia personas a mi alrededor que hablan de la necesidad de aprender a soltar el control. La verdad es que este objetivo se apoya en la falsa premisa de que tenemos el control. El control no lo tenemos, lo que tenemos es una “ilusión” de control. Creemos que podemos controlar situaciones, personas, ritmos; creemos que tenemos control sobre el tiempo, sobre el futuro, y nada más alejado de la realidad.
Que las personas cambien -o que no cambien nunca-, que los hijos no crezcan -o que pasen esta etapa rápido-, que los padres no envejezcan, que la piel no se arrugue, que el cuerpo no cambie -o que cambie completamente-, que salga el sol -o que se vaya-, que las vacaciones no se acaben, que el dinero dure más, que tal fecha llegue rápido o que se demore bastante en llegar, etc.
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Lo gracioso es que creemos que es a través de nuestra mente superpoderosa que podemos controlar todo esto; creemos que con darle infinitas vueltas mentales a las ideas, los deseos y los miedos, podemos hacer que pasen o no pasen o controlar cuándo y cómo pasan. Lo que necesitamos soltar no es el control sino la idea de que lo tenemos.
Cuando entendemos que nada es para siempre, que todo pasa, aprendemos a no aferrarnos tercamente a lo placentero ni huirle a lo doloroso, lo desagradable y lo difícil; aprendemos a “fluir” con la vida, a dejar que la vida “sea” y a vivirla con más tranquilidad, apertura y soltura. Cuando entendemos que no tenemos el control aprendemos a dejar de gastar tiempo y recursos -materiales y emocionales- innecesariamente.
Por otro lado, cuando tenemos conciencia de que todo pasa, aceptamos la adversidad y el dolor sin tanta lucha y resistencia -y, por ende, sin tanto sufrimiento- y además, cada momento se vuelve más valioso y aprendemos a disfrutar de las pequeñas cosas sin preocuparnos tanto por el futuro que todavía no ha pasado o lamentarnos por el pasado que ya pasó; aprendemos a estar más en el presente que es donde realmente está ocurriendo la vida.
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No es casualidad que el concepto de impermanencia aparezca como concepto central en diversas perspectivas filosóficas: En el budismo zen se habla de Anicca como una realidad que, al ser comprendida y aceptada, nos libera del sufrimiento. Los estoicos repiten la frase “memento mori” (recuerda que morirás), porque consideran que recordar que la vida es finita nos ayuda a vivir de manera más plena y agradecida. En las culturas indígenas se celebran distintos ciclos naturales como parte esencial de la existencia.
En fin, la mayoría de personas sufrimos innecesariamente por resistirnos a aceptar la impermanencia como característica de la existencia, por empeñarnos en controlar lo incontrolable y la mala noticia es que, negar la realidad no cambia la realidad. Por lo tanto, nos guste o no, ésta es y seguirá siendo una condición inherente a la vida que si logramos aceptar nos permitirá vivir y fluir con más tranquilidad.