En los últimos meses, y hasta finales de marzo próximo, el Museo de Arte Moderno de Medellín presenta una gran exposición con trabajos que pertenecen a las colecciones del Banco de la República que, sin lugar a dudas, son las más amplias y complejas del país.
En muchos casos se trata de obras que en el Banco no se pueden exponer de manera permanente, entre otras razones por la amplitud del espacio que necesitan, por su carácter efímero o por las dificultades que implica su montaje. Pero ello no significa que se trate de trabajos poco importantes; al contrario, se presentan aquí muchas de las obras colombianas más significativas de los últimos 70 años.
Si a todo lo anterior se agrega el hecho de que las obras del Banco se exponen casi siempre en sus propias sedes culturales, y nunca con este nivel de amplitud, resulta claro que La buena vida, título de la exposición del MAMM, representa una oportunidad excepcional para que nos aproximemos a la riqueza de propuestas y variables del arte colombiano contemporáneo.
Pero la muestra no busca solo que podamos ver obras muy distintas entre sí, ni simplemente confirmar aquella afirmación tantas veces repetida de que hoy en el arte todo es posible. En efecto, tal como lo explican los curadores de la exposición, Emiliano Valdés, Ana Ruiz y Cristina Vasco, el título hace un guiño al libro La vida buena, del arquitecto español Iñaki Ávalos; el libro visita una serie de casas reales e hipotéticas, pero no para hacer un estudio formal de arquitectura sino para analizar cómo se viven en ellas distintas visiones de la realidad que, en definitiva, vienen a hacer patente la multiplicidad de líneas de pensamiento que se despliegan a lo largo de las últimas décadas, en contra del intento esquematizador de una cultura dominante.
De alguna manera, La buena vida está en el MAMM para permitirnos recorrer esas diferentes “casas” que son las obras, para “entrar” en ellas y descubrir la multiplicidad de sentido que las constituye y que ellas revelan.
Por eso, cuando nos detenemos en una obra como Cortinas de baño, de Óscar Muñoz (Popayán, 1951), realizada en 1992, visitamos apenas una de esas múltiples posibilidades que la muestra nos ofrece; sin embargo, acercarnos aquí a esta obra también quiere ser una incitación para un recorrido presencial y pausado.
Conviene tener en cuenta, ante todo, que la que vemos no es una obra aislada sino parte de un largo proceso que se extiende entre 1986 y 1995. Sobre cortinas plásticas de baño previamente humedecidas, Óscar Muñoz usa acrílico, que se desliza sobre la superficie húmeda, para pintar desnudos que generan la sensación de que están ubicados en un espacio concreto lleno de un vapor que los desdibuja, pero que, en realidad, no existe; el espacio tras la cortina es pura imaginación, pero no en el sentido tradicional de la perspectiva sino en el de una intuición que es producto de la experiencia cotidiana.
Una creación insólita, imposible de reducir a los límites de las técnicas artísticas tradicionales. Óscar Muñoz, quien tiene su punto de partida en el dibujo y la fotografía, se pregunta acerca de la verdad o realidad que nos entregan esos medios y, en última instancia, acerca del valor que damos a nuestro conocimiento.
Porque, es preciso tenerlo siempre presente, un artista no solo expresa emociones y sentimientos a través de su obra, sino que, sobre todo, elabora sus ideas y define su pensamiento por medio de lo que crea. Aquí no interesan directamente las figuras ni la emoción de los desnudos que se insinúan; impacta la imposibilidad de atraparlos y definirlos, la impresión de que todo fluye y nada permanece, que la vida es como un río o como el agua que corre sobre nuestro cuerpo. Porque, al fin de cuentas, es la indefinición de un vapor que no existe lo que, paradójicamente, define cuerpos que tampoco existen, en espacios y tiempos que apenas imaginamos. Y ese vapor no es otra cosa que el poder de sugerencia del arte y de la poesía que nos ayudan a comprender nuestra realidad, que es la buena vida.