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Por: Gustavo Arango | ||
Si alguien me hubiera preguntado por Boecio hace diez días, me habría visto obligado a reconocer mi ignorancia o habría corrido a Wikipedia, para no admitir ese vacío lamentable. Es posible que me haya cruzado una o dos veces con el título de su libro más conocido: El consuelo de la filosofía, pero nunca tuve el propósito de leerlo. Era una de esas obras de nombre llamativo que nunca me tomaría la molestia de leer.
He llegado a los libros de maneras diversas. A unos vecinos universitarios les debo la precocidad y los traumas de haber leído a Nietzsche a los doce años y un novelón rumano horriblemente hermoso titulado El defensor tiene la palabra. Mi padre puso en mis manos el I ching y Calila y Dimna y, si no hubiera tenido más libros, aquel par de tesoros habrían sido suficientes. Juan Carlos, mi mejor amigo, siempre estaba descubriendo cosas nuevas, compartiéndolas; a él le debo, entre otras cosas, haber llegado a La rama dorada y La muerte de Virgilio. Uno de los objetos más queridos que tuve en la adolescencia fue mi carné de la Biblioteca Pública Piloto. Me gustaba moverme entre los estantes leyendo los lomos de los libros, deteniéndome a hojear, aprendiendo a saber en poco tiempo lo que podían depararme. Mi pasión por la lectura se extendió como un rizoma. Un libro conducía hacia otro libro. Una mención abría puertas hacia nuevos horizontes. Muy pronto comprendí que por muy larga que fuera la vida no podría alcanzarme para tanto libro interesante del que tenía noticias. Podría escribir toda mi vida a partir de las bibliotecas que he amado: la biblioteca de Comfenalco, en la Avenida la Playa; la Bartolomé Calvo, en Cartagena; la biblioteca de East Pyne, en Princeton; la biblioteca Douglas, en la Universidad de Rutgers, que tantas veces me acogió en sus silencios nocturnos, cuando me sentía el hombre más solo de la tierra. Hace unos pocos días conocí otra biblioteca. He olvidado los detalles del día que antecedió a ese sueño. Yo viajaba por el mundo más resignado que contento. Empezaba a encontrarle su extraño placer al desapego. En el sueño había algo como dos vagones de tren dispuestos como una letra ele. En uno de los vagones estaba Marilla, la presencia que me ama y que me cuida, como asomada a un cristal, incapaz de salir, diciéndome con gestos que entrara al otro vagón. Entonces me vi en una biblioteca luminosa, amplia y acogedora; me vi buscando, leyendo lomos de libros sin saber lo que buscaba. Después de un tiempo, el sueño empezó a ser opresivo, porque ningún libro que miraba me interesaba. Finalmente ascendí unas escalas de madera y me arrastré por un ático. Alcancé a sentir claustrofobia por el techo tan bajo, pero el lugar se hizo más amplio y un hombre cuyos rasgos he olvidado puso un libro frente a mis ojos: Arcana celeste, de Boecio. Desde ese momento el sueño se detuvo y por más que quise moverme lo único que veía era ese libro y la orden silenciosa de leerlo. Salté de la cama a buscar noticias de Boecio. Como no había escrito un libro con ese título, decidí empezar por El consuelo de la filosofía, el libro que escribió pocas horas antes de ser ejecutado, y creo no haberme equivocado. Después de dar el consuelo que toda alma necesita, el libro se dedica a explicar la maquinaria divina, con unos argumentos que hacen caber a Dios mismo en la cabeza del lector. No tengo intención de hablar aquí de ese libro, porque creo que cada persona necesita un libro distinto. Pero no quiero quedarme sin decir que El consuelo de la filosofía me llegó dos días antes de un momento muy triste, y que al llegar ese momento estaba preparado para que una cosa así no consiguiera destrozarme. Oneonta, noviembre de 2009. |
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