Y es que cada vez me va quedando más claro, que la transición del milenio trajo un misterioso y enrarecido aire: todos los sueños y las utopías colectivos cayeron, con razones justificadas la mayoría, y en su lugar llegó una profunda apatía política, espiritual y ecológica. Y es que mientras la juventud de los 60 se rebelaba frenéticamente con la música, las causas políticas, las drogas y la poesía, la juventud del nuevo milenio ni se rebela, ni tampoco cree, ni desea, ni participa. Y si bien tiene sus formas de espiritualidad, política, y una mayor consciencia ecológica, todas ellas carecen de la acción compasiva y de la participación que requiere una vida donde el otro sea sagrado.
Creo que esta apatía se debe a varias razones, todas ellas importantes. Pero creo que, sobre todo, es una forma de ceguera trágica, resultante de una civilización construida sobre una mirada que desintegra, aliena y divide la vida. Pensamos en términos excluyentes: yo y otro, nosotros y ellos, bueno y malo, hombre y naturaleza. Nos imaginamos todo el tiempo fronteras y aduanas. Y nos creemos bien estos cuentos.
Esta ceguera hace posible que validemos centurias de inconsciencia política, donde “unos” tienen el derecho de explotar a “otros; que idolatremos a personajes tan pobres y siniestros como Pablo Escobar; que golpeemos a otro hombre por el color de una camisa; que bombardeemos niños por pertenecer a un credo; que les otorguemos gloria a ciertos rasgos anatómicos; que creamos tanto en la ficción de las naciones y los pueblos.
Por supuesto que todos los proyectos sustentados en este tipo de ceguera produjeron enfermedad, muerte y odio. Y creo que terminamos por creer que la mirada era la realidad y perdimos la esperanza. Por eso vivimos hoy la vida de hámsteres que corren solitarios en sus ruedas económicas, políticas y espirituales, persiguiendo la gloria de una selfie perfecta, un abdomen cuadriculado, o un nirvana cómodo y rosado.
Necesitamos pasar de la apatía y el relativismo hacia nuevas formas de radicalidad compasiva, y para eso necesitamos destruir esa mirada que separa y excluye, y construir una mirada que integre. Porque cuando reconozcamos que no hay yo sin otro; que humanidad es humanidad en Siria o en Francia; que salvar los bosques no es un lujo, sino pura supervivencia; que la inequidad en cualquier forma es una enfermedad para el gran cuerpo de la humanidad, ya no será esta la mirada de la apatía, sino la de la simpatía, donde la acción amorosa surgirá naturalmente.
El Jefe Seattle decía hace 200 años: “Cuando los hombres escupen en el suelo, se están escupiendo a sí mismos (…) Esto es lo que sabemos: todas las cosas están ligadas como la sangre que une a una familia. El sufrimiento de la tierra se convertirá en sufrimiento para los hijos de la tierra. El hombre no ha tejido la red que es la vida, solo es un hilo más de la trama. Lo que hace con la trama se lo está haciendo a sí mismo”.
Yo solo le corregiría que no escupimos hacia el suelo, sino hacia arriba, y después oramos para que no nos caiga en la cara el escupitajo. A eso se refería el Dalai Lama.
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