Por: Juan Carlos Orrego
Ahora que se vinieron encima las vacaciones de mitad de año, quizá convenga ocupar el espacio de esta columna con una historia de sombras y enigmas nocturnos; una que, en el mejor de los casos, servirá para que algún padre desesperado con tanto niño suelto logre concitar su atención así sea durante un par de minutos (en el supuesto, claro está, de que no haya a la mano una edición de Las mil y una noches ilustrada con grabados eróticos).
Hace un par de meses, cuando dormitaba con esa beatitud con que se reposa al amanecer —cuando el ronroneo de los primeros buses insinúa, tímidamente, la nueva jornada—, un ruido metálico y salido de rutina me obligó a abrir los ojos hasta el brote doloroso y me hizo saltar de la cama como lo hace quien descubre que ha sido traicionado por su despertador. Vagué algunos segundos por el oscuro corredor de la casa, indeciso sobre hacia qué lugar debía enderezar mis pesquisas, y sólo cuando ya era demasiado tarde descubrí lo que había ocurrido: la tapa metálica de mi contador de agua había desaparecido. Me apresté, desconsolado, a pagar una tapa nueva a cambio de una suma cincuenta o cien veces mayor que la propina obtenida por el escurridizo ladrón. ¿Qué más podía hacer? Si ese era el robo que me había deparado la siniestra ruleta criminal de la ciudad, bien podía creerme un consentido de la suerte.
Muchos ratos de las noches que siguieron los pasé asomado a la ventana, a pesar de las horas non sanctas marcadas por el reloj del comedor. En una de esas, casi me convencí de que la perseverancia me deparaba un premio: cuando, después de abandonar por enésima vez la redacción de una columna —son las típicas cosas que se escriben en las horas del gallo—, me planté entre los faldones de la cortina, distinguí un hombre en cuclillas tras el antejardín de la casa de enfrente. No tuve duda de que se trataba del ladrón de tapas, y, sin ningún miramiento por la hora y la santa paz con que dormían mi mujer y mis hijos, armé un zafarrancho de silbidos y gritos roncos desde el postigo de la puerta. A pesar de la barahúnda, lo único que ocurrió fue que un muchacho escuálido, melenudo y con gorra de almacén de lubricantes, se irguió cansadamente de la acera y se perdió calle arriba. Sentí un remordimiento atroz cuando distinguí, en su diestra, una coca plástica: creí descubrir que el pobre diablo se dedicaba, apenas, a tomar la miserable cena de cada semana. El remordimiento no me dejó pegar lo ojos.
Hace tres noches (o, mejor, alboradas), cuando sólo llevaba un minuto en la cama, sentí algo así como un latigazo furibundo descargado sobre un mulo gigantesco. Llevándome todo por delante, abandoné la habitación y me acomodé en la supradicha ventana para cerciorarme —por milésima vez en la vida— de mi candidez impenitente: el cuitado merendero de la otra noche, acompañado por otro truhán de parecida greña, descolgaba del modo más campante la línea telefónica de la cuadra de enfrente. Aterrorizado ante lo que parecía el cuadro maldito de dos duendes asidos al cordón de una campana, no atiné a emitir ni el más mínimo gemido, y sin mover un dedo presencié cómo la operación fue llevada a cabo con total satisfacción de sus aviesos ejecutores.
Anoche ocurrió lo peor: apostado ante el atisbadero que ya nunca abandono, vi pasar a los desgarbados ladrones por la mitad de la calle. La sangre se me heló cuando el de la gorra de los lubricantes señaló mi fachada, con un gesto perverso en el que supe leer la cuenta pendiente que tengo con él desde la noche que lo espantaron mis silbidos. Recordé esas palabras de Bertold Brecht que suelen recitarse en los velorios de los sindicalistas: “Después siguieron con los curas, pero como yo no era cura, tampoco me importó. Ahora vienen por mí, pero ya es demasiado tarde”.
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