/ Carlos Arturo Fernández U.
En la colección del Mamm se destaca una obra de John Castles, “Sin título”, de 64 por 60 por 48 centímetros, en lámina de hierro soldada que, seguramente, procede de la segunda mitad de los años 70, cuando el artista se dedica con todo rigor y austeridad al análisis de formas y materiales.
John Castles (Barranquilla, 1946) ha sido reconocido muchas veces como el introductor y representante más puro del Minimalismo en el arte colombiano. Vinculado con las ideas arquitectónicas y urbanas que, tras las bienales de Coltejer, predominaron en los jóvenes artistas antioqueños a cuyo grupo pertenecía, John Castles dio un salto fundamental, que le permitió a los escultores abstractos colombianos reconocer pero al mismo tiempo liberarse de las líneas de trabajo de los grandes maestros de ese arte en el país, Eduardo Ramírez Villamizar y Edgar Negret. Más adelante, a finales de los 80, lo mismo que para los minimalistas de todo el mundo, este ascetismo creador de John Castles se abre también al mundo de lo orgánico y sensorial.
El Minimalismo fue uno de los movimientos artísticos más influyentes del siglo 20. Desarrollado hacia 1965, se basa en la idea de reducir los medios del trabajo creativo a las condiciones más elementales posibles. El Minimalismo se dedicó a la exploración de las formas geométricas básicas, desnudas y, por tanto, esencialmente abstractas, al uso de materiales industriales en estado puro y, en sentido general, a la construcción de obras que no quieren dar pie a interpretaciones simbólicas o emotivas ulteriores: con frecuencia se afirmaba que la obra es sólo lo que se ve y que tras ella no se oculta ningún significado adicional.
En realidad, el Minimalismo lucha contra la exuberancia de las retóricas y los discursos cada vez más exaltados y barrocos que habían dominado el mundo del arte desde la Segunda Guerra Mundial. Contra todo eso, el Minimalismo se dedica a la búsqueda del ascetismo y de lo esencial.
Planos y volúmenes aparecen ahora como las estructuras más básicas y primarias a las que se puede llegar en el mundo contemporáneo industrializado (aunque parece olvidarse que en el fondo de la experiencia vital está lo orgánico, no la geometría), casi como una especie de purgante que nos permita liberarnos de la sensiblería anterior.
Las obras minimalistas más puras aparecen, pues, como estructuras simples y racionales, cubos, paralelepípedos, volúmenes definidos por ángulos rectos, con eliminación de toda referencia orgánica y la ausencia de líneas curvas; o, como en la obra de John Castles en la colección del Mamm, como planos inclinados que se corresponden en complejos juegos de espejos que, en la mayor parte de los casos, apenas se sugieren y no se dan de manera física. Los materiales parecen salidos directamente de una máquina, sin ninguna intervención “artística” ni la adición de colores expresivos. En definitiva, estamos ante un forma de creación que renuncia ascéticamente a casi todo lo que había sido la historia del arte anterior.
Queda sólo lo mínimo.
Y eso que queda al final, después de renunciar a casi todo, es, justamente, el descubrimiento de la idea de arte en los valores de la forma y en una experiencia estética directa, en un tiempo y un espacio concretos, que han sido vaciados de prejuicios estéticos y de idealizadas búsquedas de belleza.
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