Enseño una clase que será memorable. Con doce estudiantes leeremos las novelas ‘cartageneras’ de García Márquez y visitaremos los escenarios de esas novelas. Así he regresado a El amor en los tiempos del cólera. Siempre me pregunté por qué García Márquez empieza su novela favorita con la muerte de personajes que no parecen importantes: el Domingo de Pentecostés, el doctor Juvenal Urbino entra a la habitación donde se halla el cadáver de Jeremiah de Saint-Amour –el exiliado antillano con quien solía jugar ajedrez– y percibe un olor de almendras amargas que le recuerda el destino de los amores contrariados. Horas después, el mismo Urbino encontrará su propia muerte. Si me hubieran preguntado hace unas semanas por El amor en los tiempos del cólera, habría dicho que es la historia de un amor –el de Fermina y Florentino– que tarda más de medio siglo en florecer. Quizá no habría mencionado a Juvenal Urbino ni a Jeremiah de Saint-Amour. Ahora pienso que la relación de esos dos es uno de los rasgos más hermosos de esta novela inagotable.
Juvenal Urbino es el ciudadano ejemplar. Tiene ochenta y un años, se conserva saludable y sigue ejerciendo la Medicina y enseñando en la universidad. Ha participado en todos los eventos y comités ciudadanos de importancia. Mejoró el acueducto, combatió la epidemia del cólera y siente un amor maniático por su ciudad. El ajedrez ha sido su vínculo con Jeremiah de Saint Amour –y la santidad del amor es una de las cascaritas que García Márquez nos pone para que nos creamos inteligentes–, un refugiado antillano de pasado oscuro que –con la ayuda de Urbino– encuentra en la ciudad de los virreyes un destino de fotógrafo de niños.
Entre ambos surge una amistad de almas. Además de jugar ajedrez, van juntos al cine varias veces por semana. Urbino se siente más cercano a Jeremiah que a su propia esposa, Fermina, quien recela del fotógrafo. El suicidio de su amigo le depara un montón de noticias inesperadas. En una carta de once páginas, Jeremiah le revela un pasado oscuro y muy lejano a la gloria marcial que se había fabricado. Habla de canibalismo y de una amante secreta. Lo que más parece indignar al doctor Urbino es haber sido excluido de los secretos de su amigo. Decide ir al barrio de los esclavos, para buscar a la amante de Jeremiah, y así comprueba –como todo el que ha tenido un muerto cercano– que sabía muy poco sobre él. La mujer le revela que la relación había durado media vida, que Jeremiah se había suicidado a los sesenta porque no quería ser viejo y que ella había sido solidaria con esa decisión.
Juvenal se siente abrumado. Con ojos humedecidos, se queja con su esposa por la traición. Fermina desarma ese reproche: “Hizo bien. Si hubiera dicho la verdad, nadie lo hubiera querido”. Pero nada parece reconfortarlo. Por primera vez se pierde la misa de Pentecostés. Cuando hace la siesta, lo despierta la tristeza. En un evento social, nota con desencanto que Lácides Olivella –su discípulo favorito– repite en forma mecánica sus palabras. Al regresar a casa, abandona la prudencia y decide subirse al árbol donde un loro está jugando a no dejarse atrapar. “¡Se va a matar!”, el grito de Digna Pardo antes de la tragedia, tiene varios sentidos. La Rouchefoucauld decía que por difícil que sea encontrar el amor, es más difícil encontrar la amistad. La amistad verdadera es la forma más rara y perfecta del amor. El amor de los tiempos del cólera empieza con dos suicidios: el primero por miedo a la vejez y el segundo, el de Juvenal Urbino, por las contrariedades del amor.
Oneonta, enero de 2014.
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