Hace un par de semanas llegó a mi correo virtual una encuesta promovida por una agencia de noticias literarias. Buscaba encontrar las razones y los medios que llevan a la gente a comprar ciertos libros. Ahora que lo pienso, la pregunta no era sobre la lectura sino sobre la compra de esos libros. Pero ese es otro asunto. Querían saber qué motivaba a la gente a comprar los libros que compraba. Las opciones que ofrecían me parecieron incompletas, pero me dediqué a considerarlas.
La primera alternativa era: “Porque un amigo se lo recomendó”. Pensé que hubo un tiempo en que podría haber elegido esa respuesta. Gracias a lo nocivo de mis amistades, leí a Nietzsche a los doce años (lo que puso patas arriba mi endeble edificio moral) y me encontré con un novelón rumano, “El defensor tiene la palabra”, del que tres décadas después no he podido recobrarme. Pienso que mi ignorancia sería mucho mayor si no me hubiera cruzado en la universidad con Juan Carlos Pérez Salazar, hoy editor de la BBC de Londres. A ese ahora viejito cascarrabias le debo numerosas y oportunas sugerencias. Pero a estas alturas de la vida es muy poco lo que leo porque me lo hayan recomendado los amigos. Primero, porque tengo pocos amigos. Segundo, porque el hecho de que les haya parecido bueno no es un indicio de que vaya a gustarme. Quizá también se deba a que uno con el tiempo se endurece y se envanece y no quiere deberle a nadie conocido sus descubrimientos literarios.
Las restantes opciones de la encuesta eran todas versiones de lo mismo: “Porque salió reseñado en un periódico, porque leyó sobre el libro en una revista, porque lo vio en un blog o web, porque supo de él en un programa radial o de televisión”. En ese caso la respuesta era: “No, no, no, no, por supuesto que no”. Los blogs son a veces un equivalente de los amigos, pero casi siempre son como la gente que uno se cruza en la calle. Uno no la detendría para pedirle que le recomiende un libro. Las recomendaciones que aparecen en periódicos, revistas, radio, televisión, etcétera, etcétera… suelen estar motivadas por la diligencia de los agentes de prensa. Ningún criterio literario gravita sobre ellas. Cuando alguien se gana un Nobel o se sospecha que tiene valor se riega, como verdolaga en playa, la peste de la admiración. En general, detrás de las menciones en los medios están las editoriales asociadas a los grupos económicos o las mafias literarias que erigen o tumban ídolos. Al ladrillo más pesado y peor escrito lo llaman obra maestra.
Eso me deja con una alternativa que no consideraban en la encuesta: “Porque los autores que admiro me condujeron al hallazgo”. Verne me llevó a Cortázar. Cortázar me llevó a Lawrence Sterne. Borges y Cortázar me llevaron a Chesterton. Chesterton me llevó a Charlote Brontë… aunque confieso que me tomó algunos años seguir esa recomendación. Ahora veo que no he hablado del libro que le da título a esta columna y que me queda poco espacio. Puedo decir que, en las últimas semanas, además de leer “Jane Eyre” he visto cinco de sus casi treinta versiones cinematográficas. No me canso de explorar esa historia tenebrosa de un alma hermosa y digna sometida al abuso y a las privaciones afectivas. Y, ya que hablamos de recomendaciones, puedo concluir citando a Chesterton cuando habla sobre ese libro: “Charlotte Brontë eligió la mujer más fea en el siglo más feo y nos reveló dentro de ellos todos los cielos e infiernos de Dante. A pesar de su pesadilla de ilusiones, de su carácter morboso y de su ignorancia del mundo, “Jane Eyre” es, quizá, el libro más verdadero que jamás se ha escrito”.
Oneonta, enero de 2012
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Jane Eyre
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