Un problema que tienen los niños, entre muchos otros que expertos en el tema tratan con gran solvencia, es que sus vidas nuevas, libres y auténticas son administradas por adultos que, además de que han agotado la novedad, la libertad y la autenticidad de vivir, se sienten con derecho a esculpir su autonomía, a imagen y semejanza.
Con buena o mala voluntad, con éxitos o fracasos a cuestas, por acción o por omisión, con lo que sea o no sea, los mayores suelen descargar sobre los menores pesos y expectativas que no les corresponden. Son abusos que se cometen en nombre de la experiencia. Sí, abusos. Porque si bien pasan desapercibidos la mayoría de las veces, gracias a que vienen envueltos en crema pastelera, siguen siendo abusos. Hay que tener presente que estos no sólo se tipifican en materia sexual y en malos tratos, ni son exclusivos de entornos carentes de educación o de recursos. Se dan silvestres, de manera permanente y hasta en las más inofensivas, en apariencia, situaciones cotidianas.
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Protestamos indignados, con razón, cuando vemos en los semáforos a hombres o mujeres que estiran la mano mientras cargan como un fardo a pequeños, propios o ajenos, desgonzados por cuenta del cansancio, de la mala alimentación o de algún somnífero. Saben que a la gente de los carros se le arruga el corazón y se le afloja la generosidad cuando hay chiquitos de por medio y dominan el manejo de las esquinas como otros, el de las redes sociales. Con diferentes objetivos, tal vez, pero con un denominador común: ni los unos (los de los semáforos) ni los otros (los de las redes) se preguntan qué opinarían al respecto los niños utilizados, si pudieran hacerlo.
Montones de padres y abuelos orgullosos, no contentos con poner a circular fotos genéricas de la familia, invaden el ciberespacio con hijos y nietos desde que llegan al mundo. Con lujo de detalles: en pelota, en pañales, riendo, llorando, durmiendo, comiendo, gateando, jugando… ¡Por favor! Déjenlos crecer a su propio ritmo y sin tantos espectadores aplaudiendo o criticando desde la galería. (Y sin abrir las puertas a posibles situaciones de bullying en el futuro). Más que la de los adultos, la intimidad de los niños tiene que ser respetada a rajatabla. No se puede disponer de ella, no son muñecos de cuerda.
Para no ir muy lejos, y a sabiendas de que mi palabra no es la ley, creo que lo que Shakira está haciendo con sus hijos -Milan (10) y Sasha (8)-, valiéndose de su inocencia para superar la tusa más lucrativa de la historia posmoderna, me perdonan, pero, en buen castellano, es un irrespeto. Parecido al de los semáforos, sólo que en predios del famoseo. En su reciente canción, Acróstico, aparecen y enternecen; son hermosos y talentosos.
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Angustian también -a mí sí, las celebridades la aplauden de pie-, sobrellevan la responsabilidad prematura de ayudar a facturar a la mamá, para que algún día logre pasar la página de desamor que ahora escribe con el papá que les escogió. ¿Botines de guerra? Qué fuerte.
ETCÉTERA: Bajale un cambio a la algarabía, Shakira; dejá de sacar los trapitos familiares al sol y exigir luego respeto a tu privacidad. (Coherencia, mija). Y acordate de un detallito: no son de tu propiedad los niños. Aunque los hayás parido.