¡Sigamos soñando!

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Viaja usted a casa a las 5:30 en el Metro, de norte a sur, bajo el sol tipo Zabriskie Point del 26 de febrero, las montañas arden al oriente, arden al occidente, los ultramodernos helicópteros anti-incendios pululan por su ausencia. (De hecho, nunca los tendremos). Se acuerda usted de que el sábado a mediodía, a media cuadra de la Biblioteca Pública Piloto, una brigada de acuciosos obreros de alguna compañía privada estaba talando de manera implacable dos frondosos laureles que durante años han sombreado la acera sobre la calle Colombia. Pregunta usted, para qué. Para instalar el lunes los nuevos “cogederos” de bus, dicen. Ya ni siquiera tiene usted ganas de protestar, quiere usted llegar a casa a resguardarse de la fiebre. El lunes, consumado el hecho: los obreros están terminando de instalar los paraderos: bajo el sol la acera resplandece y, detrás, los árboles con sus muñones claman justicia al cielo. Lo más kafkiano, sobre el techo traslúcido de las posmodernas estructuras los diseñadores han pintado tres, cuatro hojitas verdes, para que los desamparados esperadores sueñen… ¡que están bajo una arboleda! A un lado, los inmensos ramajes cortados esperan que los recojan…
Bien, una mente racional nunca podrá esperar que una ciudad pueda ser perfectamente planeada, recordemos el desastre espiritual de Brasilia, esa ciudad inventada en planos para ser habitada por burócratas, pero sí podríamos esperar que por lo menos los planificadores acierten de vez en cuando. Esta vez no seré tan exagerado, cosas horribles ocurren en las mejores metrópolis, pero de vez en cuando los gobernantes se retractan: en París, hace un par de meses, volvieron a poner en marcha los tranvías, desterrados hace decenios. En Medellín, donde funcionaron desde principios de los veintes hasta ser liquidados por presiones de los buseros a mediados de los cincuentas, todavía se aprecian aquí y allá restos de los antiguos enrielados. Suspirar por el regreso de los hermosos vagones eléctricos, rojos, amarillos, sería una ñoñez ahora que tenemos el Metro, pero quién quita.
Una crítica de urbanismo de la Gran Manzana, Joyce Purnick, apuntaba hace poco en el NY Times cómo las ciudades a veces “se van haciendo solas”, contra los estadísticos, los ingenieros, los “visionarios”. Hay como una sabiduría de las épocas, lenta pero inexorable, que va trazando el desarrollo de las urbes contra todas las prospectivas. Y no es que “the big apple” no haya tenido sus soñadores, dice Purnick que allí se mantienen desvelados, ahí está esa maravilla del Central Park, el puente de Brooklyn (papá de los otros), donde trabajó de “pión” nuestro ingeniero José María Villa, esa joya kitsch de Los Claustros medievales al norte de Manhattan, el Rockefeller Center, el Empire y el Chrysler, las Torres derruídas por el fanatismo islámico, el Metropolitan Museum, el Guggenheim, pero también se han quedado en las planotecas desarrollos oníricos tan fascinantes como el de un inmenso techo que cubriría toda la isla y sería el aeropuerto más grande del mundo, o la Plaza Cívica en Brooklyn que haría ver como una infeliz maqueta a la de San Marcos en Venecia…
Remacho de nuevo mi propuesta, ya antigua, de convertir el aeropuerto Olaya Herrera en nuestro Parque Central. Aunque el mundo se vaya a acabar en menos de cuarenta años, según profetiza Albert Gore en su lúcida película (“Una incómoda verdad”), todavía tendríamos tiempo de pasearnos allí con nuestros nietecitos y asolearnos en bola, como anotaba en una columna de septiembre. Quizás, acostados sobre la hierba y contando con suerte de soñadores apocalípticos, veríamos venir hacia nosotros el gran meteoro vengador… Pero la dura actualidad: ¿Qué vamos a hacer con las otras 48 mil motos que van a entrar a la ciudad este año? ¿Ya vieron las bellísimas bicicletas con motorcito que están regalando en los supermercados por la compra de tres ambientadores? ¡Sigamos durmiendo!

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