Por: Juan Carlos Orrego
Si mi memoria no me engaña, fue en octubre de 2001 (hace diez años redondos) que esta columna debutó en Vivir en El Poblado. En ese lapso ha llevado tres nombres: “Opinión de Juan Carlos Orrego” a secas (rótulo que no me gustaba), “Vivir en Medellín” (que acabó no gustándole al periódico) y “El criticón” (que ni siquiera había estrenado cuando un amigo ya me estaba diciendo, entre decepcionado y burletero, que qué era esa bobada de estar haciendo homenajes a Baltasar Gracián). Desconozco si, dada la vetustez de la sección, me corresponde presentar una renuncia protocolaria o real (la etiqueta social no es lo mío). Prefiero ocuparme en una reflexión más o menos metaliteraria sobre la utilidad de las columnas.
Sin ningún recato diré al lector que, desde mi punto de vista (y si, como en este caso, lo que está de por medio son las páginas de un periódico decente), una columna sirve para que a su autor lo moje una “goterita” económica, tan necesaria en nuestros flacos días. No gratuitamente (!), el primer texto que puse a consideración de Julio Posada fue una melancólica crónica sobre el rebusque. Como si esta página fuera el formulario previsto por la Ley 190 de 1995 (esa que pretende preservar la moralidad pública de las tentaciones de la corrupción), aprovecho para declarar que, con lo que aquí me gano, ajusto (¡ay! ¡solo eso!) el valor del transporte escolar de mis hijos.
En el caso de que un periódico no pague a sus colaboradores (los casos abundan, por desgracia), a estos les quedan dos razones para sentir que sus párrafos sirven para algo. La primera es pensar que la obligación de escribir rutinariamente configura una suerte de “escuelita” literaria, la cual, por medio de fotocopias y a modo de archivo, puede exhibirse con el mejor efecto en las entrevistas de trabajo. La segunda razón (que, según se mire, puede ser la primera) es que estas publicaciones alimentan el Narciso que todo viviente, sobre todo si es columnista, lleva en el alma. Por lo menos yo me conformo con eso cuando escribo en los paupérrimos medios que hacen la competencia a Vivir en El Poblado.
Pasemos ahora al frívolo asunto del marketing. En el caso (me huele que no es el mío) de que el columnista de turno sea no sólo decente sino buenísimo, la columna es una especie de anzuelo tendido a los lectores desprevenidos. Ejemplo: el lector, prendado de la columna crítica o divertida del señor Fulano (digámoslo sin rodeos: José Gabriel Baena), pasa las páginas buscándola y, mientras tanto, pone los ojos en los avisos gigantes que promocionan al Parque Comercial El Tesoro (aclaro que no estoy insinuando nada desobligante contra ese célebre complejo, cosa que sí ocurrió la única vez en que, en estos diez años, esta columna fue “colgada”). Se entenderá por qué la caricaturesca columna de Daniel Samper Ospina está sembrada en la última página de la revista Semana: hay que pasar por muchos carros y perfumes para encontrarla.
Finalmente hay que decir que una columna sirve, sobre todo, para provocar la rabia del lector; lo que, dicho de otro modo, equivale a decir que es muy bueno que el lector tenga conciencia del frustrante hecho de que yo soy yo y él es él. Los periódicos son proyectos corporativos terriblemente despersonalizados (si bien, hay que decirlo, unos están más muertos que otros), y la necesidad del equilibrio invoca el contraste de una voz particular (una voz que, mientras más chillona y atrevida resulte, mejor). No debe olvidarse que las juiciosas opiniones expresadas en los editoriales no reflejan, necesariamente, el pensamiento silvestre del columnista.
No más carreta: gracias a los editores y lectores de Vivir en el Poblado por esta década de paciencia.
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