Instantes adorables

Los instantes están provistos de exactitud. Requieren de una maestría única en la mirada para que existan, para que alguien los atrape y por lo tanto se conviertan en existencia y en recuerdo. Habitan nuestras plazas de mercado, parques, cafeterías y tiendas de esquina. Están en el ojo de la mujer que madruga, del hombre que ha dormido poco y del perro que mira de reojo todo lo que ocurre. Están en los pueblos de nuestro Oriente antioqueño, lugares llenos de instantes adorables.

¿Cuántas veces han caminado las calles de sus municipios con la mirada curiosa de un viajero? Me gusta salir a las calles de nuestra región como si fuera una turista para sorprenderme, siempre, de lo que no conozco; y, muy especialmente para valorar esas pequeñas acciones cotidianas que configuran nuestra identidad y solemos pasar por alto.

Tengo algunos de esos instantes adorables clavados en el pecho. La gran mayoría tienen mapa, geografías y están ubicados en El Carmen de Viboral, porque es el lugar donde vivo; sin embargo, estoy segura de que muchos deben tener un espejo en El Retiro, Rionegro, La Ceja o Marinilla… Y, por qué no, en San Carlos, Sonsón o La Unión. ¡Somos tan grandes!

Llegan entonces a mi mente los hombres de El Carmen que a diario intercambian relojes en el parque. Aunque nunca he entendido esa lógica y ni siquiera uso reloj, me encanta pararme a mirarlos mientras exponen las cualidades de sus productos. También ver, cómo al despedirse, camina orgulloso aquel que ha logrado el mejor trato. Observo, de reojo, a “Mariela”, como apodamos a un hombre que anda con un radio, a veces también un zurriago, cantando en ese estado del alma conocido como “a grito herido”.

Paso por Rionegro y veo a don Víctor vendiendo sus arepas, tejas y suelas abajo de la nueva sede de Comfama. Me distraigo recordando las empanadas de San Antonio, también las de El Retiro y me quedo un rato largo mirando la pausa con la que caminan los cejeños. Observo las pinturas de los carros de escalera que llegan a San Vicente, de todas las veredas, y en Concepción pasó por aquella casa de puertas abiertas donde venden pandequeso montañero y gelatinas. Me río de aquel letrero que termina diciendo “buñuelos impermeables”, que está en la autopista Medellín–Bogotá a la altura de El Santuario. En San Carlos, me deleito con una aromática de apio con cereza, esa rara combinación que solo sabe bueno en el quiosco de la plaza… Tengo un repertorio infinito de imágenes de este Oriente, regalo de la Tierra.

Disfrutar de lo cotidiano, hacer de lo ordinario algo extraordinario, depende de la mirada diaria y del estado sorpresivo con el que decidamos vivir nuestras vidas. ¿Qué tal si hacemos un mapa de esos instantes que a diario pasan desapercibidos en nuestra región? ¿Por qué no atrevernos a dejar de mirar el celular y permitir que la historia del otro nos asombre? Tal vez cazar instantes no sea más que una forma de quitar sombras a las escenas de la vida, de darles luz, de permitirnos el asombro, esa enorme puerta que nos abre el deseo de comprender.

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