La muerte de Hugo Zapata (La Tebaida, 24 de marzo de 1945 – El Retiro, 3 de junio de 2025) abre una herida de tristeza y de ausencia en el arte colombiano, que reconoce en él a uno de los más significativos maestros de toda nuestra historia.
El dolor por la partida de un artista siempre está acompañado de la certeza de que lo mejor de él queda entre nosotros porque su obra le asegura una forma de permanencia. Por esa razón, aunque forzando su sentido original, se repite muchas veces una frase de Hipócrates, el padre de la medicina, quien nos recuerda que la vida es breve mientras que el arte es largo.
De todas maneras, el triste momento de la despedida nos empuja a pensar, sobre todo, en lo que su trabajo ha contribuido a cambiar nuestra visión de la realidad. Son cambios que, por lo general, se dan a través de un lento proceso de decantación que incluye el desarrollo poético del artista y la lenta penetración de su obra en la sociedad y la cultura, y que también, a veces, puede tener un carácter revolucionario.
La obra de Hugo Zapata, presente en espacios públicos, museos, galerías de arte y colecciones privadas, ha ejercido a lo largo de mucho tiempo una especie de acción subliminal que, incluso si no somos plenamente conscientes de su condición de arte, nos ha llevado a mirar de una forma diferente los elementos naturales. Quizá, a partir de Hugo Zapata, para muchísimas personas una piedra ya no es una cosa muerta sino más bien, como él lo decía, un ser que encierra un eco que nos transporta a una historia cósmica que, al mismo tiempo, redimensiona nuestra posición en la realidad. Contra el silencio de los espacios infinitos que aterrorizaban a Pascal, la obra de Hugo Zapata nos descubre que “antes del hombre la tierra ya escribía” y que ese silencio es la manifestación de palabras inefables.

Sin embargo, Hugo Zapata también realizó cambios revolucionarios. A mediados de los años setenta, como parte de un grupo de docentes que incluía a Luis Fernando Valencia, Javier Darío Restrepo, Alberto Uribe, John Castles y Ethel Gilmour, lideró la creación de la carrera de Artes en la Universidad Nacional sede Medellín. Ese proyecto académico, que rompió con la tradición artesanal que para entonces seguía predominando, no solo en Colombia, sino también en la mayor parte de las escuelas de arte de muchos países, es la mayor revolución en la enseñanza del arte de toda nuestra historia. En cabeza de Hugo Zapata, ese programa hizo entender a los jóvenes creadores que el arte es ante todo una forma de pensamiento.
El Retrato de Hugo Zapata, de Óscar Jaramillo, quien con esta obra se une al homenaje de Vivir en El Poblado al escultor fallecido, presenta el momento fascinante del encuentro de dos grandes del arte colombiano. No sin razón, Alberto Sierra decía que “en este retrato Hugo quedó más parecido que el mismo Hugo”; detrás del juego de palabras de Alberto Sierra se escondía la afirmación de que Óscar Jaramillo había captado profundamente la personalidad y el estilo de vida de Hugo Zapata o, como se dice con frecuencia, una esencia que va más allá de los simples rasgos físicos.
También aquí el arte es más largo que la vida. Y este retrato nos seguirá entregando a Hugo Zapata con la vitalidad amable y generosa de un maestro, con la fuerza viva de la mirada que supo descubrir el arte en los secretos de la naturaleza, y con la atención cuidadosa que le permitía descubrir la voz interior de las piedras.
Aunque la figura generosa de Hugo Zapata nos falta ya, su pensamiento y su sensibilidad nos siguen acompañando a través de sus obras para hacer más significativa nuestra relación con el mundo y más grata nuestra propia existencia.