/ Etcétera. Adriana Mejía
“No sólo se dopaba, sino que hacía parte de un programa sistemático de uso de sustancias prohibidas en su equipo, el US Postal, que controló el más sofisticado, profesionalizado y exitoso programa de dopaje jamás visto en el deporte”. (Informe de la Agencia Estadounidense Antidopaje).
Es tema del que se ha hablado bastante, mas no lo suficiente. Porque más allá del escándalo, lo sucedido con Lance Armstrong –un caso que ha traspasado todas las fronteras y que, en materia de engaños, es apenas la punta del iceberg– deja otra vez en evidencia que la humanidad no aprende las lecciones.
Hemos sido, y lo seguiremos siendo hasta el fin del fin, idólatras. Tal vez porque somos gregarios por naturaleza, o porque siempre andamos buscando la pieza del rompecabezas que nos falta, o porque sentimos la necesidad de reafirmar la propia identidad en algo o alguien externo, o por lo que sea. (Para eso hay antropólogos, sociólogos, sicólogos).
Tal propensión a encontrar referentes no es mala per se; es de doble filo. Estar en la cresta de la ola puede ser tan peligroso como trotar por un campo sembrado de minas; en cualquier momento, ¡boom!, estallan la una o las otras. A nadie, a casi nadie, le perdonan el éxito sus semejantes.
En erigir y derribar diosecillos pasajeros nos tenemos confianza. Por eso el olimpo de hoy día está tapizado de globos desinflados. Les sacamos el aire con el mismo fervor con el que los inflamos, jalonados por los medios de comunicación –televisión y radio a la cabeza– que tienen el poder de farandulizar lo que tocan. Cuando el raiting está de por medio, cualquiera puede ser protagonista de la noticia, sin importar cuál sea el mérito (o el no mérito) que lo catapulte al estrellato. Lo importante es que brille, aunque sea de oropel. Total, el reinado mediático es pasajero.
Uno de esos ídolos –positivo, por cierto– que durante años fue ejemplo a seguir para personas de edades, credos, razas, sexos y nacionalidades diferentes, no sólo por las estadísticas que lo entronizaron como el mejor ciclista de la historia, ni por la enfermedad contra la que batalló con fuerza de león, ni por la fundación que creó para ayudar a enfermos de escasos recursos, ni por sus famosas conferencias de superación y liderazgo, sino por las cualidades que parecían hacer de él un hombre íntegro. Imperfecto como usted y yo, pero íntegro.
Hasta que se desintegró. Según los testimonios juramentados que sustentan el informe mencionado, el siete veces campeón del Tour y sus compañeros de hazaña recibieron constantemente tratamientos con EPO, hormona de crecimiento, y transfusiones de sangre que ponían en peligro su salud pero los hacían invencibles en las competencias. Con razón –aseguran los expertos–, un ciclista del montón, convaleciente de un cáncer de testículo y acostumbrado a las planicies de Texas, se transformó, de la noche a la mañana, en el monstruo de las montañas.
Lo cierto es que sobresalir con trampas –de sustancias, de quirófano, de hojas de vida, etcétera– se ha vuelto signo de estos tiempos, en los que la obsesión de ser “el o la mejor”, cueste lo que cueste y llévese a quien se lleve por delante, parece ser condición indispensable para entrar en la competencia.
Un triste fin, pues, el de Lance Armstrong, a quien, contradiciendo el refrán, sí le quitaron lo bailao.
Etcétera. Hay quienes, todavía, conceden a Armstrong el beneficio de la duda. Entre ellos el pentacampeón del Tour, Miguel Induraín; el campeón mundial de contrarreloj, Santiago Botero; y el ganador de cuatro vueltas a Colombia, Cochise Rodríguez, quien opina que “la envidia se trasladó de Colombia a Estados Unidos”. ¿Tendrán informaciones que no trae el informe? Puede… Si es así, su obligación es presentarlas al mundo.
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