El pasado 1 de febrero se cumplió el centenario de nacimiento del artista Hernando Tejada (Pereira, 1924 – Cali, 1998). Por este motivo, el Museo de Arte Moderno de Medellín presenta la exposición Hernando Tejada: viaje de vuelta, con la curaduría de Dora Escobar y Andrés Roldán. Conviene recordar que, por decisión de su familia, el MAMM conserva el mayor conjunto de obras de quien fuera habitualmente conocido como Tejadita, gracias sobre todo al empeño de su sobrina Natalia Tejada, quien durante muchos años se desempeñó como directora del Museo. Es una celebración que vuelve a exponer la obra de uno de los creadores más insólitos del arte colombiano del siglo XX.
Espíritu del manglar III, de 1996, forma parte de los últimos proyectos de Hernando Tejada al final de su vida y sirve muy bien como síntesis de sus búsquedas artísticas. Es un trabajo de gran formato, realizado en madera de roble recortada, tallada y policromada que, por fuera de la obra de su autor, no tiene parangón en la escultura en Colombia; en efecto, nos encontramos frente a uno de esos trabajos contemporáneos que se imponen como únicos y no admiten semejanzas.
Quizá lo primero que esta obra produce en nosotros es una alegre sensación de gozo y de simpatía. Nos parece que es el resultado de una especie de juego del artista que nos atrapa y nos arrastra a participar y a perdernos en sus múltiples detalles de flores, hojas, ramas y raíces, en los animales que llenan esta selva ilógica pero absolutamente real y creíble, y que rodean y destacan la aparición de la figura femenina. Y el gozo aumenta a medida que vamos descubriendo los pequeños secretos que se ocultan entre las formas abigarradas del conjunto.
La aproximación gozosa a la obra no puede entenderse, sin embargo, como un sinónimo de simpleza o de ingenuidad. En efecto, detrás de su aparente inmediatez, se revela la invitación a entrar en muchos problemas artísticos, culturales, históricos y sociales que, como una especie de madeja, posibilitan diferentes rutas de análisis.
Así, por ejemplo, al mirar el desarrollo del trabajo de Hernando Tejada a lo largo de su vida, resulta evidente su interés por el trabajo manual; actúa muchas veces como una especie de carpintero y tallador que, gracias a su habilidad, crea objetos inéditos que no siguen las reglas de la lógica habitual pero que, desde el punto de vista del artista, están destinados a formar parte de la cotidianidad, aunque sea claro que muchas veces se convierten en piezas de museo.
Detrás de la idea de ese trabajo de carpintero se revela el rechazo a la contraposición entre arte y artesanía, tantas veces planteada desde los ámbitos críticos de las vanguardias del siglo XX. En una obra como Espíritu del manglar III, Hernando Tejada supera ese problema afirmando que no hay contradicción sino identidad, porque es claro que aquí el arte es artesanía y la artesanía es arte.
Pero, adicionalmente, esa identidad hace que la idea del trabajo supere la sola manualidad. No nos limitamos a mirar su destreza, porque la simpatía gozosa que nos produce la obra no hace comprender que en ella se revela una realidad más profunda o, si se quiere, el espíritu de nuestro propio mundo natural. Y esa comprensión nos traslada de inmediato al ámbito de lo conceptual con preguntas e intuiciones que habitualmente pasamos por alto: ¿por qué, aunque sabemos que la selva no es así, esta de Hernando Tejada la sentimos tan real y tan nuestra? Porque, además, es evidente que no pertenece a un mundo distinto del nuestro.
Y esa intuición tiene resonancias trascendentales. Por su fecha de nacimiento, Hernando Tejada perteneció a la generación de artistas que, hacia mediados del siglo pasado, abrieron el diálogo con las corrientes internacionales de las vanguardias; se hizo habitual entonces que los nuevos artistas se analizaran preguntando por sus vínculos con esas corrientes: si eran expresionistas o Pop, minimalistas u ópticos; y así, aún sin quererlo, seguíamos dependiendo de los dictados del arte europeo y norteamericano. Pero Hernando Tejada no cupo nunca en esas comparaciones. Porque, según creo, el suyo es un “realismo mágico”, el de lo real maravilloso, que alimentó buena parte de la nueva literatura latinoamericana, alrededor de la mitad del siglo.
Sin duda, a cien años de su nacimiento, vale la pena reivindicar a Hernando Tejada como figura clave de una visión no eurocéntrica, sino nuestra, del arte y la cultura.