Leí a Héctor Abad por un milagro cuando solo había publicado una novela, Asuntos de un hidalgo disoluto, y un libro de cuentos con la editorial de la Universidad de Antioquia, Malos pensamientos, y era lo que podría llamarse un ilustre desconocido. Todo había comenzado a finales del año 1994, cuando me encontré, en una clase sobre Steiner, con el que el tiempo y la literatura se convertirían en uno de mis grandes amigos. Eran los tiempos de emerger de la adolescencia, de entrar a la universidad, de asistir a talleres literarios y cineclubes, en fin, de enfrentar la vida a fuerza de lecturas desordenadas y desenfrenadas. Ilusionados con la inutilidad de la literatura, soñábamos con ser escritores y, como tal, escribíamos mucho —imagino que unas veces mal y otras peor—, más por devoción que por cualquier otra cosa.
Es cierto, no había muchas expectativas, al menos para nosotros que, sin importar la calidad de los escritos, estábamos convencidos de la imposibilidad de publicar: había unos grupos —“mafias”, los llamábamos— que acaparaban para sí ese privilegio y opacaban a todos los demás. Tampoco nos importaba que así fuera; ser escritor para nosotros era algo más que publicar. Como tal, seguíamos leyendo, compartíamos lo que escribíamos, alimentábamos sin rencor la ilusión de ser escritores destinados a no publicar.
Un par de años después —calculo finales del 96, inicios del 97—, con nuestra amistad ya consolidada, me había citado con ese amigo en una de las cafeterías de la Universidad de Antioquia. Muy a su estilo, entre emocionado y solemne, me contó que el artículo sobre el poeta alemán Georg Trakl, escrito en compañía de otro amigo, no estaba destinado al olvido: iba a publicarse en la revista de la universidad. El milagro se había obrado gracias a los buenos oficios del director, un escritor que mi amigo recomendaba leer: un tal Héctor Abad, a su vez, hijo del Abad médico que la derecha había masacrado en una calle del centro de la ciudad. Un hombre ecuánime y culto que, sin conocerlos, solo por la calidad ensayística de los involucrados, había aceptado publicarlos. Esa tarde, en la cual me alegré por mi amigo y me resentí por no ser yo quien publicaba, quedé con dos tareas puntuales que cumplí a cabalidad en la biblioteca del bloque 8: leer a Trakl, a quien apenas conocía, y a Héctor Abad, a quien no conocía.
El ensayo de mis amigos salió publicado. Era denso, como la obra de Trakl; denso y oscuro y, para nuestra sorpresa, no pasó mucho con él, publicar no garantizaba prestigio inmediato ni nada parecido. Aunque, visto en retrospectiva, es claro que sí pasó algo, no en términos de reconocimiento, sino más íntimo e importante: sirvió para contradecirnos, para devolvernos la confianza en un medio del que descreíamos por razones obvias. Sirvió para que entendiéramos que escribir era, ante todo, una vocación, y que cuando se ejercía con honestidad publicar no era un fin ni un destino, sino apenas una consecuencia, una que podía llegar y pasar sin apenas hacer ruido, como una suave brizna que refresca antes de perderse para siempre. En consecuencia, entendimos que tal vez la clave de este oficio y de la vida era mantenerse fiel a sí mismo, perseverar. Y nada de eso hubiera sido posible sin la intermediación de ese escritor que, formado en Italia, por una coincidencia afortunada, dirigió, sin aspavientos y poco tiempo, la revista de la Universidad de Antioquia.
Esa fue pues la primera impresión que tuve de Héctor Abad: la de una persona generosa. Leí entonces Asuntos de un hidalgo disoluto con cierta admiración hacia el autor, congraciado con él, queriendo que la novela me gustara, buscando sus virtudes y tratando de omitir errores. No fue fácil. Esa primera novela de Abad, si bien poseía la virtud de estar escrita con un lenguaje contenido, poco ampuloso, adolecía del mismo mal de su protagonista, Gaspar Medina: la dispersión. Un defecto que solo los grandes novelistas pueden permitirse por momentos para después salir a flote, amarrar y cerrar la trama. Pero, por regla, solo ellos pueden darse semejante lujo; para el resto de los escritores, incurrir en ese error es sinónimo de malograr la obra. Conclusión, Asuntos de un hidalgo… era la novela disoluta de un autor novel que, a pesar de todo, marcaba un buen comienzo y albergaba una promesa.
Después de eso, le perdí la pista a Abad, lo cual es apenas un decir. Me refiero más que nada a su paso por la universidad, que fue productivo pero fugaz, porque lo cierto es que, en los años venideros, su figura se hizo cada vez más reconocida. Una de las grandes editoriales lo fichó, le reeditaron con bombos y platillos Tratado de culinaria para mujeres tristes, un librito que había publicado un par de años antes, cuando era incluso director de la revista, en una editorial creada para ello, Celacanto Editores, obra que, sin embargo, pasó desapercibida y solo tuvo notoriedad gracias a la campaña mediática realizada cuando se reeditó.
Por esa misma época se publicó su segunda novela, Fragmentos de amor furtivo, que leí en los trayectos del bus mientras me dirigía a hacer una práctica en el hospital de Envigado. Había sucumbido a los comentarios y reseñas periodísticas de aquel entonces, que la vendían como una gran novela. La leí con muchas expectativas y creciente decepción: demasiado esquemática, demasiado plegada a los criterios editoriales del momento, ya para ese entonces se exigían capítulos cortos, y en este caso además con personajes y situaciones casi siempre rozando el cliché. Creo que es a partir de ese momento que comienza un poco la elaboración de ese producto llamado Héctor Abad Faciolince. Allí empieza a gestarse su ascenso y vaya uno a saber si también su calvario.
Sin duda alguna, el punto culminante para Abad llegó con la publicación de El olvido que seremos, su obra más celebrada, criticada y, también hay que decirlo, más íntima. Esa fue la novela que logró el milagro: lo catapultó en ventas y lo hundió en el éxito. Es natural, para cualquier persona, que verse de la noche a la mañana sometido a presiones editoriales, giras, entrevistas y reconocimiento público sea una experiencia abrumadora, y también lo es que todo eso lo llene de vanidad y, claro, de dudas inconfesables sobre el propio talento, de miedo constante a sentarse a escribir y que el resultado no esté a la altura de las expectativas. En fin, el éxito de un escritor, que solo a unos pocos vuelve millonarios, sí puede llenar a muchos de pavor existencial. Caso diferente, por ejemplo, al de un reguetonero, para quien los juicios de la historia sobre sus letras importan poco mientras la caja registradora no pare de sonar. El dilema del escritor es que carga con la responsabilidad de publicar y de ser un artista serio, es decir, no solo le interesa vender mucho, sino que, además, por regla general, quiere que su obra trascienda. Ese miedo a fracasar puede conllevar la parálisis creativa. Es bien conocido que a García Márquez le tomó siete años escribir El otoño del patriarca, luego de caer en una crisis creativa tras el éxito de Cien años de soledad. Pero Abad, al parecer, no tuvo este problema porque siguió publicando toda clase de libros con la regularidad y la puntualidad que las editoriales y su público le exigían.
Es difícil, en una ciudad como Medellín, tan dada al folclor y a pobres intrigas, desligar ese extraño binomio que supone obra-autor. Más aún, es difícil no conocer al alguien que ha ganado cierto reconocimiento, es difícil no habérselo topado en sus callecitas estrechas, en el recinto de algún homenaje vacuo o en los comentarios de algún parroquiano que dice conocerlo y lo conoce. Aquí, es regla elogiarse en público y apuñalarse en privado. Así, a lo largo de los años, fui armando ese rompecabezas llamado Héctor Abad, con comentarios que me llegaban sueltos y otros que llegaban a contradecir o afirmar lo dicho. Me enteré de que fue un gran bibliotecario y que había creado un premio literario robusto y necesario para el país; alguien dijo que su mejor obra era Basura y que, prueba de ello, era que la había premiado el mismísimo Roberto Bolaño; supe que en sus rencillas literarias, descortés, le gustaba mentarle la córnea a sus colegas; supe que era hipocondriaco y que solo a los íntimos les confesaba su miedo a escribir, pero más que nada a ser un mal escritor; alguien afirmó que su peor libro era Basura y cuando mencioné que Bolaño lo había premiado, me dijeron que seguro Bolaño no había leído la novela; supe que era culto, aficionado a los incunables y a los zapatos italianos; supe que era vanidoso; después alguien afirmó que había sido un pésimo bibliotecario porque no ejercía su cargo y que el premio creado era para repartir a sus amigos algo que, al poner en duda, me valió el remoquete de lambón; escuché que lo llamaban huerfanito sin que replicara tal insulto y eso lo acercó a la imagen primigenia que tuve de él; supe que había montado una editorial para apoyar nuevos talentos, y alguien me miró y me dijo con aquiescencia vaga: “más bien para apoyar a sus aduladores”; supe que en una panadería de Laureles, a la que iba con frecuencia, tenía fama de pedante; supe que no le importaba traer libros firmados por sus autores y hacer feliz así a algún lector de la ciudad. Y podría seguir con la lista, porque donde todos creen conocerse todos opinan y pontifican. Armar, entonces, la figura de aquel director de revista devenido en escritor famoso es, no solo casi imposible, sino además estéril porque con las figuras de poder ocurre que se van diluyendo entre rumores y, al final, es tan incierto el juego de luces y de sombras que los define, que lo mejor es siempre jugar en el terreno neutral de la literatura y juzgar la obra.
Con esa convicción empecé el último libro de Abad, decidido a leerlo sin pensar en ninguna de esas casualidades que nos han llevado a casi cruzarnos o de algún rumor fundado o infundado que hubiera escuchado. Sin embargo, ya las primeras páginas me recordaron una anécdota de los tiempos en los que publicó a mis amigos. Por aquel entonces asistíamos al taller de poesía que Jaime Jaramillo Escobar dictaba en la Biblioteca Pública Piloto. Nos reuníamos sin falta cada jueves a escuchar al poeta, a hablar de autores y, cada tanto, alguno rompía su timidez y sometía sus versos al escarnio público. Una de aquellas tardes, un amigo, al que después la irreverencia y las calles devorarían sin piedad, leyó lo que él afirmaba era un poema. Histriónico, se paró frente a todos y empezó a repetir durante varios minutos una serie de onomatopeyas y remató, varías veces, en son de pregunta con una palabra: “balbuceo”. Era, sin duda, una provocación. Mi amigo nos miraba desafiante, circunspecto, a la espera del juicio de Jaime Jaramillo Escobar, que solía ser devastador. El poeta, burlón, se quedó mirando a mi amigo en silencio, casi tanto tiempo como este había repetido onomatopeyas. La incomodidad creció. Todos estábamos a la espera. De pronto, el poeta, fastidiado, se limitó a decir, con la agudeza e ironía de siempre, que le parecía que uno podía balbucear en un poema todo lo que quisiera, lo que no podía hacer, bajo ninguna condición, era decir que lo hacía. Todos callamos y por años esa respuesta ingeniosa fue motivo de burla y de risas mientras nuestro amigo estuvo aquí.
Un poco eso es lo que le pasa a Héctor Abad en su último libro Ahora y en la hora, que balbucea y lo dice. En esta obra de género incierto, Abad relata los avatares de su viaje a una feria del libro en Ucrania durante 2023 en el cual casi muere y fue asesinada, por un misil ruso, la poeta ucraniana Victoria Amélina. Lo más dramático para Abad, que salió ileso del atentado, es que cuando el mísil cayó acababa de cambiar de puesto con la joven poeta. A partir de esta experiencia, el autor trata de hilar lo ocurrido a través de una serie de reflexiones, confesiones y retratos de los acompañantes en aquella penosa jornada. Si aceptamos que el libro se hermana con la crónica de viaje, parece natural este planteamiento. El problema, que Abad mismo reconoce en el libro y en varias entrevistas que ha dado durante la campaña de promoción, es que apabullado por el dolor y el estrés postraumático no tenía muy claro qué quería decir y mucho menos cómo. Con un agravante: había adquirido compromisos editoriales y el tiempo para entregar el libro se agotaba. Todo este caos termina por notarse en el libro, cuyo comienzo revela a un autor dubitativo, sin pulso, que al no saber qué decir cae en la tentación de hablar de lo que más cree conocer: él mismo, sus gustos, sus afinidades. Esa debilidad, ese saberse sin brújula, hace que se apresure a disculparse. En las primeras páginas escribe: “En este caso [se refiere al proceso de escritura del libro] debo confesar que me he sentido más forastero y más principiante que nunca, pues jamás había situado una narración mía tan lejos de mi universo mental, cultural y geográfico”. Esta afirmación, proveniente del autor de Oriente empieza en El Cairo, la crónica de un viaje a Egipto, parece cuanto menos extraño. Lo que ocurre, más bien, es que Abad cree que si es él quien se apresura a señalar sus defectos estos desaparecen, cuando, en este caso, es todo lo contrario: la autoindulgencia se vuelve balbuceo.
Sin embargo, este no es el defecto mayor que aqueja la obra. De hecho, muchos autores se permiten estas digresiones y luego recuperan el rumbo. No es el caso de Abad. Decía Paul Bowles, un escritor viajero, que la diferencia entre un turista y un viajero es que el primero va de prisa, se apresura por volver a casa. El segundo, en cambio, va despacio, no pertenece a ningún lugar. Cuestión de tiempo y, claro, también de perspectiva, de hondura. Cuando se termina la lectura de Ahora y en la hora queda la sensación de que el gran problema del libro es ese, que Abad es un turista, no solo físico, que es natural que así sea, sino emocional, y esto último sí es muy delicado para sus pretensiones.
Los temas del libro, la guerra, de la que tanto se ha escrito, y la muerte de la poeta, del que no se ha escrito, demandan una cercanía emocional y física, porque cualquier gesto o palabra se pueden interpretar como artificiales y derrumbar la obra. Por eso, aventurarse a escribir de un tema tan complejo requiere de quien lo haga no solo un compromiso intelectual, sino un total involucramiento emocional, del cual, sin embargo, debe tomar distancia para que la obra tenga equilibrio y encuentre su verdad.
Abad tiene dos problemas en ese sentido. Primero, que parece abrumado con todo el material que tiene en la cabeza y no sabe cómo organizar. Por eso, en la primera parte del libro elige divagar, dar las razones de su viaje: “yo había visto libros míos en caracteres árabes que para mí empezaban en la última página y se leían al revés; en ideogramas chinos; en incomprensibles acumulaciones de letras en croata o en danés; el hermoso alfabeto griego que, al menos fonéticamente, podía descifrar, pero nunca en cirílico. Era emocionante poder presentar y firmar El olvido que seremos en una lengua nueva”.Pero si semejante regocijo bibliófilo pudiera sonar frívolo, un par de párrafos antes hay razones más altruistas: “Aunque, en el fondo, sentía cierta desazón por el hecho de estar en un país en guerra, por dentro me repetía que había aceptado ir a Kyiv porque allá estarían mis dos editoras arriesgando su vida, y si ellas no tenían miedo, yo no tenía derecho a mi cobardía habitual (enmascarada con el bello nombre de prudencia)”.
Ya, en pocas páginas, Abad nos entrega información valiosa: sabemos que el autor ha sido traducido a muchos idiomas y sabemos además que es prudente. Segundo: que al parecer el contrato con la editorial para enviar el libro tenía fecha de vencimiento el 31 de diciembre de 2024. No sabe qué hacer con lo que tiene en la cabeza y los tiempos de la editorial se agotan. No se imagina uno a alguien como Abad cediendo a presiones de esta índole. De allí entonces el resultado.
Abad, al parecer, todo el tiempo se movió en esa delgada línea que separa las buenas intenciones de la realidad. En el podcast Paredro, reconoce que el 31 de diciembre, hastiado, incapaz de seguir con él, se lo entregó a su editora y fue ella quien armó el libro de una suerte de notas y de apuntes caóticos. No queda duda de que esa experiencia dolorosa terminó por rebasar al autor, lo dejó sin herramientas literarias para plasmar sus emociones en el papel y atormentado delega dicha responsabilidad. ¿Agotamiento? ¿Incapacidad? Vaya uno a saber.
Lo cierto es que para entender esta reacción de entregar el libro a la topa tolondra conviene revisar su génesis.
Lo cierto es que para entender esta reacción de entregar el libro a la topa tolondra conviene revisar su génesis.
Lo primero es advertir que Ahora y en la hora es la crónica de un viaje que el autor no quería hacer y afirma hacer ese viaje motivado, no por una convicción íntima, sino porque sus editoras, valientes, están allí. Lo grave es que esa razón parece insuficiente para Abad, que, aunque no lo quiera confesar, no le ve mucho sentido a desajustar la seguridad de una vida apacible: mujer, hijos, escribir, leer, Madrid, Medellín. Abad hace el viaje víctima de una contradicción: quiere creer, con ingenuidad, que le pesan más los nobles intereses a favor de la humanidad que su egoísmo personal. Sabe que según los principios que siempre ha pregonado lo correcto es ir, pero se duele porque no quiere morir, porque no quiere dejar a su mujer, a sus hijos, y este temor, que es más que válido, lo atormenta y, lo peor, le trunca la experiencia. Abad, que se quisiera viajero, no es más que un turista, ese es su dolor.
Pero hay más: Abad nunca conecta del todo con la protagonista de su libro Victoria Amélina. La razón de este desencuentro intenta explicarla como algo corriente entre escritores: “Ambos teníamos claro que yo no había leído ninguno de sus libros, de sus poemas o ensayos, y que ella tampoco había leído nada mío”. No sé si la falta de conexión entre dos personas se pueda legitimar en no haberse leído mutuamente, lo cierto es que esa distancia sí explica por qué el libro no funciona; y es que ese mutuo recelar, que nunca se supera, es el germen de que esa experiencia, fatídica para Abad, sea dolorosa pero no genuina. Me explico. La palabra genuino proviene del adjetivo latino genuinus que significa innato, propio y también se refiere a algo nacido de manera natural. Y es aquí donde creo que el libro y la anécdota extravían su verdad. Si de algo no se puede acusar, por ejemplo, a El olvido que seremos, es que no sea genuino, su dolor proviene de raíces y vínculos profundos. No así, Ahora y en la hora. En este caso, el dolor es tangencial, como todo lo que hay en él, y, guste o no, está relativizado por el tiempo y por los vínculos débiles, cuando no forzados, que son los únicos que uno espera se pueden establecer durante un viaje relámpago e indeseado. Cabe incluso preguntarse: si la fatalidad no hubiera cobrado la vida de Victoria, ¿este mismo viaje hubiera suscitado un libro? La respuesta solo la tiene Abad, pero es válido aventurar que no, que a lo sumo hubiera dado para una crónica en algún periódico.
Algo que corrobora lo anterior es que los mejores momentos del libro son aquellos en los cuales Abad traza puentes entre su hija Daniela y Victoria. En este caso, resulta conmovedor lo que escribe, una cierta belleza tiñe esos párrafos y esto ocurre porque los sentimientos que alientan esas páginas surgen no de su relación con la poeta, sino de la relación con su hija. Cuando Abad ve reflejada a su hija en la poeta e intenta paralelos entre las dos remueve lazos y temores profundos que lo atan a ella y que, cabe suponer, son los cimientos de su vida. Los párrafos, entonces, cobran la verdad de los sentimientos auténticos. No pasa lo mismo ni con Victoria ni con los demás acompañantes del viaje con quienes los vínculos son casuales y esto termina por afectar a la obra, por restarle la fuerza que podría tener si los involucrados fueran otros. Esa guerra y esos protagonistas, así despierten solidaridad en Abad, son ajenos a su corazón y a su vida. El turista se impone al viajero y desdice de la experiencia.
Este libro, que se supone es un libro de amor, está malogrado justo por eso, porque el corazón de quien lo escribe está atado a amores que no están ahí, sino en la otra orilla del mundo: esposa, hijos, hermanas. Y uno cree entonces que el libro era ese, no el que surgió de las exigencias por publicar, sino el de ese amor que, entrelíneas, también está en las páginas de este libro y debería alimentar las del próximo.
Hace casi tres décadas, sin proponérselo, Héctor Abad, al publicar a mis amigos, nos demostró que escribir, ser escritor y publicar son cosas que, a veces, por extraño que parezca, no se relacionan. Se escribe por vocación, se es escritor por necesidad y publicar debería ser un acto de responsabilidad. Cualquier otra consideración no parece válida si el camino se hace por convicción y es en la obra donde esto termina por notarse o no. Sin embargo, qué fácil es traicionarse, negociar lo esencial. Con la obra de Héctor Abad tengo la impresión de que, hace rato, pasó esto.