Esta semana decidí visitar un lugar en Medellín al que había dicho no volver. La última vez que había estado en el zoológico Santa Fe empujaba un coche con un niño de año y medio y cargaba en mi barriga una bebé de 6 meses. No sabía si eran las hormonas, o el calor (o las dos), pero sentí ese sentimiento que algunos llaman pálpito y que solo uno sabe qué es cuando lo siente.
Obvio, todos queríamos ver los leones. Pero ellos, cansados de ver gente, no salieron de su pequeña cueva. Ni a saludar.
La invitación me la hizo un nuevo amigo; y acepté encantada cuando me contó que, desde hace casi dos años, ya no es un zoológico sino el Parque de la Conservación. Así que cambié los salones de clase por una visita a este pulmón ubicado en la zona industrial de Medellín.
No lo recordaba tan verde. Ni tan frondoso. Las ramas de los árboles adornaban las nubes y les aligeraban con su gracia el esfuerzo de dar sombra.
Tampoco recordaba que el jaguar tuviera una pequeña selva para él, decorada con flores, plantas y caminitos de agua que invitaban otras especies a visitar.
Pasamos cerca a unos ocelotes. Uno de ellos caminaba impaciente de un lado a otro, y Antonia, ahora de 4 años, le seguía el paso y cambiaba de dirección cuando él lo hacía. Me acerqué curiosa y oí que le estaba preguntando en voz baja que qué pensaba. Sonreí con ternura, pero ella insistió con el tono más fuerte: ¿En qué está pensando? Yo creo que no le gusta que toda la gente lo vea pensar.
Caminamos tímidos por la cueva de los reyes. Conscientes ahora de que a lo mejor no querían ser vistos. Y cuando nos montamos de nuevo al carro, hablamos de la conservación. En una ciudad como Medellín, hablar de la conservación no es solo bonito. Es muy importante.
Había una vez una leona que fue separada de su familia cuando era muy chiquita. Y cada vez que veía el sol ocultarse, se le ocultaba también en su corazón, la esperanza de volver a verla. No cazaría como su madre le había prometido que le enseñaría. Su instinto depredador se iba a aquietar hasta morir.
Pasó de lote en lote. Unos muy fríos… otros no tanto. Unos hermosos… otros no tanto. Pero a donde fuera que llegara, los demás animales se iban, porque este no era su reino y ninguno se sentía a salvo frente a su mirada.
Llegó el día del tan anhelado rescate. Por fin, a su alrededor personas que cuidaban de ella en una guarida aún muy lejana a su selva (y llena de curiosos que solo la habían visto en las películas y pagaban para oírla rugir).
Pensó en volver a su casa. Caminó de prisa, de un lado a otro, pensando cómo convencería a sus amables cuidadores. No sería difícil…
Lo difícil sería sobrevivir si se iba. Sus colmillos habían perdido el filo. Su pelaje, ahora fino y delgado, ya no la protegería de un ataque. Y peor aún, podría contagiar a su manada de las enfermedades de este lado del mundo. A las que ella, al fin y al cabo, ya estaba acostumbrada.
Con un suspiro y asentando su cabeza, llamó a uno de sus humanos y se hizo la promesa: aquí pertenezco, porque no tuve opción. Por favor, nunca se la quites a los demás.