/ Gustavo Arango
El problema de esperar centenarios para acordarse de la gente, es que la memoria se vuelve cuadriculada. Hay algo de vulgar y escandaloso en la unanimidad con que recordamos al héroe de turno, para luego sumirlo en un olvido insultante. Otro problema de recordar con efemérides es que sólo unos pocos tienen cabida en ese manoseo de pocos días que llaman inmortalidad. He pensado todo esto al decidirme a hablar de un oscuro personaje que vivió en Inglaterra entre 1844 y 1889, un sacerdote jesuita de vida reducida y pocos dones, que personifica en buena forma las masas anónimas a las que nunca se les va a celebrar su centenario.
Nuestro hombre nació en Essex y era el mayor de nueve hijos de un anglicano que fue cónsul en Hawaii. Según consta en algunos registros de la época, Gerard ganó algunos premios escolares por escribir poemas y obtuvo una beca para estudiar en la universidad. Pero a partir de los veintidós años, cuando decidió hacerse católico, su vida carece de eventos importantes, salvo su ingreso a la orden Jesuita –cuando quemó sus poemas de juventud- y su ordenamiento en 1877.
Según consta por ahí, Gerard nunca pudo abandonar del todo su afición por la escritura. Llevó durante un tiempo un diario en el que anotaba sus observaciones sobre la naturaleza y escribió unos veinte o treinta poemas en la segunda mitad de su vida. Algunos sostienen que sus observaciones sobre la naturaleza son admirables. Inventó palabras como “inscape” (algo así como paisaje interior) o “instress” (fuerza interior) para explicar por qué cada objeto de la naturaleza asume una forma única y, al mismo tiempo, es la expresión de formas trascendentales.
Según sus contemporáneos, los poemas de Gerard no consiguieron entusiasmar a nadie, sus clases eran tan aburridas que había que despertar a los alumnos para que se marcharan, y casi todas las horas de sus días las ocupaba corrigiendo centenares de exámenes y de composiciones donde los mismos errores insistían en repetirse. Infiernos inexpresables acompañaron la casi demencia de sus últimos años, cuando su temperamento era impredecible y atacaba sin avisar, arrojando contra la gente pimienta en polvo. Es posible decir que Gerard fue una de las personas más solitarias e incomprendidas de Inglaterra en el siglo 19. Su familia nunca aceptó que se hubiera convertido al catolicismo y los pocos amigos que llegó a tener hablaban con él más por lástima que por aprecio. Los últimos años de su vida los pasó enseñando griego en Irlanda, pero su salud era precaria, el trabajo era excesivo, nunca se adaptó a Dublín y parece que contempló la idea de suicidarse.
Gerard quiso también escribir música, pero no tenía un piano y nunca llegó a escuchar las escasas composiciones que pudo concluir. Jamás quiso que sus poemas fueran publicados, a pesar de que recibió permiso de su congregación para escribirlos y divulgarlos. Poco antes de morir de tuberculosis, exclamó: “Soy feliz, soy muy feliz”. Comentaristas maliciosos sostienen que la alegría se debía a que se estaba muriendo. Difícilmente puede uno imaginar una vida más oscura y anodina que la de Gerard Manley Hopkins y, sin embargo, sin su vida, sin su callado sufrimiento y su veintena de poemas, quizá no existiría la poesía moderna.
Oneonta, septiembre de 2012.
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