Quizá lo más impresionante dentro de este conjunto de imágenes es el reconocimiento del dolor y la dignidad ante la tragedia instalada en la vida cotidiana. Y también, aunque sea difícil reconocerlo, la posibilidad de un futuro mejor.
En la Sala de Arte de Suramericana, con un total de 154 fotografías, es la más grande e importante exposición realizada hasta la fecha por Jesús Abad Colorado.
Sin embargo, a pesar de su amplitud, la muestra recoge solo una pequeña parte de la extensa y constante labor de testigo de la realidad colombiana que el autor ha desarrollado en el país durante más de 30 años. Cabe decir que en esta obra se contradice el dicho clásico, porque, en efecto, aquí la vida es larga y el arte es corto.
Más todavía, aquí la vida se impone sobre el arte. No es casual que Colorado siga mirando con cierto escepticismo cada vez que se habla de él como artista; quizá preferiría que se le mencionara como autor. Desde su perspectiva, es periodista y, sobre todo, un reportero gráfico que ha asumido la responsabilidad ética y política de ofrecer los testimonios dolorosos que demuestran, sin sombra de dudas, que en la guerra y la violencia perdemos todos.
El concepto de arte está vinculado tradicionalmente con la creación de una nueva realidad, que no es natural sino artificial. Por eso, cuando miramos una pintura o una escultura, sabemos que no estamos ante un paisaje o ante un cuerpo vivo sino ante representaciones. En cambio, un recorrido por la exposición de Geografías de dolor y resistencia nos obliga a cambiar de registro: sabemos ahora que estamos ante experiencias humanas realmente vividas. Sin que con ello se niegue que la vida nacional abarca muchos otros aspectos, se hace evidente que lo que aparece en estas fotografías es una “realidad real”, no una ficción artificial.
En las últimas décadas las prácticas artísticas contemporáneas rompieron con la representación y con el concepto tradicional de arte y plantearon la presentación de “realidades reales” como su problema básico. Pero quizá estas reflexiones teóricas están aquí fuera de lugar. Subsiste, de todas maneras, el problema de la intencionalidad. En contra de lo que es más frecuente, Jesús Abad Colorado no busca descubrir un camino para ser artista; los suyos son valores menos personales y más sociales.
Quizá lo más impresionante dentro de este conjunto de imágenes es el reconocimiento del dolor y la dignidad ante la tragedia instalada en la vida cotidiana. Y también, aunque sea difícil reconocerlo, la posibilidad de un futuro mejor: como un camino cubierto de flores amarillas de guayacán que corremos el riesgo de destrozar inconscientemente.
Sus fotografías producen en nosotros un impacto emocional, un cuestionamiento de experiencias, de ideas y de posturas éticas, quizá similares a las que vivía una persona en la Edad Media o en nuestro mundo colonial cuando ingresaba al templo y se enfrentaba cara a cara con la divinidad a través de los frescos y de los retablos de los altares: la realidad real. Muy acertadamente, el autor y el curador, Julián Posada, organizaron muchos sectores de la muestra con estructuras simétricas que podrían recordar antiguos retablos, con unas presencias centrales y otras derivadas que no importan como entidades separadas sino como conjuntos que intensifican su significado.
Jesús Abad Colorado es un gran reportero gráfico; un gran fotógrafo; una de las conciencias más lúcidas de la tragedia que hemos vivido; un testigo que nunca toma partido a no ser por la vida y para decir que “nunca un muerto más”, que en la guerra perdemos todos; un hombre profundamente comprometido con una ética civil. A pesar de su incredulidad, es un gran artista. Uno de los más trascendentales dentro del panorama del arte colombiano contemporáneo.