En la tarea de hacer que las personas accedan a niveles de bienestar cada vez mayores, algunos países, regiones y pueblos han resultado más exitosos que otros. No obstante los esfuerzos de los economistas y la inversión de sumas enormes de dinero por parte de organismos privados y públicos en programas de ayuda para el desarrollo, los resultados en gran parte del mundo distan mucho de ser satisfactorios. Todo parece indicar que el análisis ha dejado por fuera elementos fundamentales. Francis Fukuyama por un lado, y Daron Acemoglu y James A. Robinson por otro, sugieren que las instituciones son el verdadero corazón del desarrollo de los pueblos. “Cualquier forma de comportamiento sobre la que exista un acuerdo social, desde una danza tribal a un parlamento, puede considerarse una institución”, aclara al respecto Nicholas Wade en su libro Una herencia incómoda.
Se han llevado a cabo en consecuencia grandes esfuerzos orientados a trasplantar las instituciones de los países desarrollados a los países pobres, con la idea de que se repitieran los procesos que generan el desarrollo. Pero los resultados han sido nuevamente frustrantes en la mayoría de los casos. ¿Por qué? ¿Qué hace que las mismas instituciones funcionen exitosamente en una sociedad y no en otra? Nicholas Wade responde con esta afirmación: revisemos la historia de una institución y “bajo gruesas capas de cultura, descubriremos que está edificada sobre comportamientos instintivos humanos”. En otras palabras, las instituciones se construyen sobre el carácter de los pueblos y éste tiene un fuerte componente genético.
Los primeros homínidos datan de hace más de tres millones de años, pero los primeros seres humanos modernos aparecieron hace unos 200.000 años; de estos, 185.000 los pasaron vagando por los pastizales en su papel de cazadores-recolectores. Hace apenas 15.000 años que el hombre se estableció en un lugar fijo y hace 10.000 que se dedicó primordialmente a la agricultura y a la cría de animales domésticos. Las sociedades de los cazadores-recolectores consistían en pequeños grupos estructurados sobre lazos de consanguinidad. Estas pequeñas bandas estaban constituídas por un número máximo de entre 100 y 150 individuos que eran totalmente igualitarios, no tenían jefe y eran nómadas. Con el tiempo estos pequeños grupos pudieron conformar otros mayores y apareció la tribu. Las bandas nómadas y la tribu constituyeron la forma básica de estructura social durante el 90% de nuestra historia como especie y dejaron profundas huellas en el comportamiento y en el genoma de todos los seres humanos. A partir del establecimiento sedentario de las tribus y del invento de la agricultura, empezaron a diferenciarse localmente los grupos y comenzaron a definirse los rasgos de carácter propios de cada uno de ellos de acuerdo con las condiciones de su entorno, su herencia genética y las presiones evolutivas.
El conocimiento del genoma humano ha permitido identificar genes que se relacionan, entre otras cosas, con la estructura ósea, la dieta, las características de la piel y del pelo y la resistencia a las enfermedades; pero también se han identificado genes que actúan sobre la función cerebral y el comportamiento de las personas. La producción de mayor o menor cantidad de ciertas enzimas, producción que viene determinada a su vez por los genes, puede promover cambios dramáticos en la conducta. La oxitocina, por ejemplo, “aumenta la confianza, la generosidad y la buena disposición a cooperar de los hombres” dicen los autores de una investigación reciente. También se afirma que está relacionada con la tendencia a la monogamia y con nuestra habilidad para reconocer rostros. Una de las formas de la enzima monoaminooxidasa, llamada MAO-A, se asocia con la agresión. Una variante del gen HTR2B que ha sido encontrado en la población finesa, “predispone a sus portadores a crímenes impulsivos y violentos cuando se hallan bajo la influencia del alcohol”.
Afirma Gregory Clark (A farewell to alms: a brief economic history of the world), que algunas muy importantes transformaciones del carácter de los pueblos, notablemente del pueblo inglés, se dieron en época muy reciente (entre los años 1200 y 1800) forzadas por la presión malthusiana del aumento de la población. Se produjo en ese período una acusada disminución de la violencia interpersonal, se afianzaron las capacidades de leer y escribir y surgieron, o al menos se fortalecieron, propensiones instintivas al ahorro y al trabajo; características éstas que se apartan claramente del carácter tribal originaro, y que dieron paso a la formación de una mentalidad “de clase media” que habría de posibilitar finalmente la Revolución Industrial en los siglos XVIII y XIX. Clark propone que esta transformación en la conducta de la gente se construyó sobre la base de ciertos cambios genéticos que resultaron trascendentales.
El comportamiento social de las personas depende tanto de las instituciones y la cultura como de su herencia genética, factores que interactúan y se modifican recíprocamente. El potencial y las limitaciones que un pueblo tiene para su desarrollo dependen pues de estos poderosos elementos, del conocimiento que se tenga de ellos y de las posibilidades de las que se disponga para modelarlos y ajustarlos a los propósitos de la sociedad.
Por eso resulta gratificante la aparición de un libro como Por qué fracasa Colombia, de Enrique Serrano, el cual, a pesar del pésimo título que lleva (inspirado seguramente en Por qué fracasan los países, de Daron Acemoglu y James A. Robinson, mencionados arriba), recoge interesantes consideraciones sobre los colombianos, su carácter, sus ancestros, sus instituciones, preferencias, costumbres y ética. Creo que es necesario profundizar en estos temas alejándonos del folclorismo, la ironía, el humor dudoso o la hipercrítica que marcan el estilo de muchas de las opiniones que regularmente se oyen sobre estos asuntos. Mucho falta por estudiar nuestro carácter con el fin de identificar sus rasgos distintivos, pero sobre todo y en primer lugar, para disipar todos los mitos que existen sobre nosotros. No somos el pueblo más feliz, ni el más astuto, ni el más violento. Conocemos poco de nosotros mismos y mucho de lo que creemos saber es equivocado.