Gastroscopio (3)
Soy amante de la buena cocina, aquella de casa, de rancho, de pic-nic, de restaurante y de carretilla de la calle. En todas encuentro una expresión cultural digna y una experiencia gastronómica interesante. Un error común radica en buscar compararlas, estratificarlas y calificarlas con los mismos estándares. Por eso insistí la semana pasada en la honradez y el profesionalismo como las puertas de entrada a la construcción de una cultura gastronómica. Son los fundamentos del edificio culinario que se deben encontrar en toda expresión gastronómica verídica, así sea la más humilde.
El siguiente mandamiento, no menos importante, es la humildad del cocinero. La humildad se traduce en algo sencillo: el sentir amor por la profesión y placer por lo que se prepara y entrega al comensal. La satisfacción de transformar el fruto de la naturaleza con respeto y amor, sin llegar a envanecer, hace grande la propuesta gastronómica.
Como patrón de comportamiento de casi todos los grandes cocineros, observo un retorno hacia lo que llamo la cocina emotiva. Aquella cocina sencilla que tiene por objeto hacer felices a los comensales recurriendo a ingredientes simples y de humilde procedencia, para revestirlos con toda la gloria que la auténtica cocina posee. Cocineros que por medio de autenticidad, constancia y trabajo, no hacen más que complacer a sus clientes. Las verdaderas estrellas “no fugaces” del firmamento gastronómico son aquellas que miran con humor y hasta con ironía su propia celebridad.
Esta semana falleció en Lima Doña Teresa Izquierdo, defensora de los sabores hospitalarios de la infancia: “sin amor y sin risas, conseguir un buen sabor es imposible”. Era la humildad y generosidad hecha cocina. Que su ejemplo nutra a las nuevas generaciones que apuestan por lo foráneo sin conocer lo bello y valioso de lo nuestro.
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Gastroscopio (3)
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