/ Esteban Carlos Mejía
En el kínder del Colegio de María Auxiliadora, la hermana Praxedes, salesianita del alma, me enseñó a juntar las letras, mi mamá me mima, dábale arroz a la zorra el abad. Pasados los años, Gabriel García Márquez me enseñó a leer. A leer de todo, sin arrugarme ante nada. Ni ante nadie.
Parece mentira pero hay gente que no lee ficciones pues piensa que es una ociosidad, una pérdida de tiempo, una vagabundería. Gracias a los dioses de la literatura, García Márquez nos enseñó que perder el tiempo es chévere para mamarle gallo a la ordinariez de la vida. A punta de ejemplo, nos hizo sentir que la lectura es, a la vez, entendimiento y hechizo. Casi se cae de la cama cuando leyó por primera vez las primeras frases de La metamorfosis, del escuálido Franz Kafka: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto”. “¡Carajo!”, dicen que exclamó, “¿y es qué se puede escribir así?”. Leyó en desorden, comme il faut: un caos nutriente, un despelote creador, una anarquía concupiscente. Leyó Edipo Rey, de Sófocles, y El conde de Montecristo, de Alexandre Dumas, y las inmensas novelas de William Faulkner, el mejor escritor del Caribe. Y también leyó a Hemingway, el querido Papá Hemingway, con sus triquiñuelas de boxeador y sus narraciones hipertensas de realismo. Y, tengo entendido, leyó a Steinbeck y a Scott Fitzgerald. Leyó y desentrañó las invenciones de los mejores contadores de historias del siglo 20, descuadernó sus obras para hallarles la costura, sublimó sus secretos en el alambique de Melquíades y, mito a mito, se ingenió un estilo legendario. Después, ya famoso, nos enseñó a leer a ficcionarios de otras lenguas. Por ejemplo, a V. S. Naipaul, el magistral cronista de Trinidad y Tobago. O a William Golding, el anciano que lo sucedió en el Nobel, cuya novela más célebre, Lord of the Flies (El señor de las moscas), rezuma pesimismo y desesperación, lo contrario de Macondo. Y nos enseñó a leer hasta el último suspiro: siempre mamagallista, siempre laborioso. Nos enseñó a leer tan bien que hoy leemos de todo, sin arrugarnos ante nada ni ante nadie, como él lo hacía. ¡Honor a ti, maestro de lectura!
* Body copy. “Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas, madurándose en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas habían empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por una palidez intensa.
-¿Te sientes mal? -le preguntó.
Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima.
-Al contrario -dijo-, nunca me he sentido mejor.
Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerines y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.”
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, 1967.