En una obra de arte siempre se pueden distinguir dos tiempos diferentes que la constituyen y que hacen posible aproximarse a ella.
Por una parte, es evidente que, como se ha repetido muchas veces, la obra de arte es hija de su tiempo: toda obra está vinculada con un contexto histórico, social y artístico sin el cual no podría entenderse su aparición, bien sea como continuidad, como relación o como ruptura. Así, la obra nunca nace de la nada, sino que, indefectiblemente, ocupa un lugar preciso dentro de un proceso cultural cuyas raíces y ramas se extienden mucho más allá de las intenciones de su autor. Es el tiempo de la creación por parte del artista.
Por otro lado, aunque haya pasado mucho tiempo desde que fue creada, la obra que se conserva existe en nuestro propio presente. Es el tiempo, hoy, de nuestra experiencia de esa realidad creada en el pasado, que nos sigue enriqueciendo o cuestionando. Pero entre el tiempo de la creación y el tiempo de la experiencia existe siempre una tensión que es el resultado obvio de las formas de pensar, de los intereses y posibilidades que separan el pasado y el presente. Son diferencias que, de alguna manera, encarnan la esencia de la cultura y de la historia y permiten una aproximación múltiple a la obra.
Manuel en Krisis, de 1985, de Flor María Bouhot (Bello, Antioquia, 1949) se impone por su novedosa actualidad. Vista en el presente, esta pintura tiene la eficacia de introducirnos en su propio espacio. En efecto, su punto de vista nos ubica en esa misma mesa y nos hace participantes de lo que ocurre. Los rojos y amarillos saltan sobre nosotros, lo mismo que las copas y botellas definidas por un fuerte contorno que hace todavía más plano el conjunto. También los detalles del fondo parecen cerrar el espacio en lugar de crear profundidad. Los colores planos y violentamente contrastantes parecen responder a la presencia de luces artificiales que distorsionan todo lo que vemos. La composición es abigarrada, como una especie de red que nos impide establecer distancias y que, en definitiva, nos obliga a comprender que somos parte de esta historia.
Pero, quizá, cuando insistimos demasiado en la experiencia del presente, convencidos de la potencia significativa que encarna y que sigue vigente, pasamos por alto el impacto que una obra como esta produjo, de hecho, en el momento de su aparición, hace casi 40 años; un impacto que, por supuesto, tiene que ver con nuestra historia cultural y que también es necesario tener en cuenta.
Tras décadas de predominio de un arte vinculado con tradiciones formales académicas y con ideas nacionalistas, a partir de los años 70 del siglo pasado se abre camino un realismo duro y descarnado. Artistas como Óscar Jaramillo y Saturnino Ramírez recorrieron los bajos fondos de la sociedad a los cuales ya se había asomado Débora Arango, rechazada y aislada durante muchos años. También desde finales de los 70, Flor María Bouhot, armada con su cámara fotográfica y su libertad, emprende su propia “cátedra de observación”, como ella la define, para desarrollar una primera gran serie que titula “Sinfonía de Guayaquil”, a la cual pertenece Manuel en Krisis.
La artista busca en el barrio Guayaquil los olores, colores, ritmos vitales y contrastes que había experimentado en su adolescencia en Puerto Berrío donde trabajaba en el almacén de su padre. Pero lo que encuentra es, quizá, más profundo y significativo. En 1863, el poeta y crítico francés Charles Baudelaire había hablado de la “hermosura de lo horrible” para referirse a la inmersión de algunos de los artistas de su tiempo en el mundo oculto de los bares, los inquilinatos, la prostitución y la degradación de nuevas esclavitudes que llenaban las grandes metrópolis, no con un sentido moralista sino de crítica social y política.
Por supuesto, Flor María Bouhot no es un fenómeno aislado. Pero su obra tiene un impacto mayor que el de otros artistas de su generación. Es una mujer que en total libertad escudriña profundamente la ciudad del momento y, a través del análisis y la presentación de los bajos fondos de la sociedad, revela el inconsciente individual y colectivo que siempre se había ocultado.
Una mujer que no se limita a crear un escenario y que tampoco está interesada en darnos lecciones morales, sino que, con la estridencia de sus temas, formas y colores que atrapan el interés del observador, nos lanza a la cara la “hermosura de lo horrible”, la imagen de lo que somos en el fondo y no habíamos reconocido.