El feminismo también ha dotado de sentidos las vidas de los hombres. Gracias a nuestras luchas, acciones como llorar, abrazarse, amarse e incluso ejercer paternidades responsables, son posibles.
El viernes 8 de marzo, durante la conmemoración del Día Internacional de la Mujer, viví un momento mágico y poderoso. Como es costumbre en muchas oficinas, los hombres del piso en el cual trabajo se convocaron para recoger dinero y “celebrar” esta fecha en la que por mala costumbre se rinde un homenaje a “nuestra belleza y ternura”.
Contrario a lo que muchos pensarían, la “celebración”, a la cual por justicia histórica es correcto llamar “conmemoración”, terminó siendo un momento de aprendizaje no solo para ellos, también para mí. El ejercicio del feminismo no termina en el combate.
Invitados por otros hombres a una toma de consciencia que fuera superior al acto de “celebrar” y tras algunas manifestaciones de algunas de nosotras, cambiamos el tradicional encuentro con chocolates y flores por un desayuno en común unión en el cual la conversación fue un ritual esencial.
Debo confesar que en un principio sentí desconfianza y desesperanza por lo que sucedería allí. Por fortuna, me equivoqué. No se escucharon ni Ricardo Arjona ni Vicente Fernández y los hombres tampoco se disfrazaron de “mujeres” para hacernos reír con lo que algunas mentes limitadas sostienen que es humor.
Valorar lo femenino desde su fuerza y más allá de la belleza o la tradicional creación, entendernos como seres con los mismos derechos y reconocer a las mujeres en la fuerza laboral, fueron los primeros temas que abordaron algunos de nuestros compañeros, quienes dieron paso al diálogo invitando al reconocimiento del femenino en nuestra existencia.
Después de ellos conversamos nosotras. Algunas feministas declaradas y otras no. Fueron palabras de madres, hermanas, hijas, esposas y compañeras que además de invitar a equilibrar el mundo en el ejercicio de prácticas tan tradicionales como la crianza o problemas tan dolorosos como la explotación sexual; también hicimos llamados de atención por las injusticias que aún dominan nuestras existencias: la violencia, los bajos salarios que recibimos frente a los hombres o el acoso.
Por unos instantes, el silencio reinó. Pero, como los silencios reflexivos también hacen parte de la música, luego los hombres volvieron a hablar. Los resultados del diálogo fueron enriquecedores e impresionantes. Esta vez los organizadores de lo que en un principio se planteaba como una “celebración”, se presentaron como padres, hermanos e hijos, asumiendo roles honestos de sus papeles en el hogar, la sociedad y el trabajo mismo.
Días como estos, que representan en muchas ocasiones disgustos por luchas que son justas y que son interpretadas, mal interpretadas, como miradas extremas en el discurso, tienen el potencial de convertirse en días transformadores, solo basta, señores, con seguir el ejemplo de mis compañeros quienes decidieron cambiar el discurso y darle un vuelco diferente a la que por años había sido su historia en la conmemoración de esta lucha.
Ese día comenzaron a entender que al feminismo le deben la posibilidad de abrazar a sus hijos e hijas, la alegría de llorar y de decirle a un amigo que lo quieren. Incluso la posibilidad de verse bien, elegir con otra persona y sostener un hogar en colaboración. De admitir que son vulnerables. Esos sí son motivos de celebración.