“Hablar es de las pocas formas que te puede ayudar a salir de la drogadicción; la palabra es la luz que le pones al fantasma para que no te vuelva a hacer daño”
Nació en una familia “prestante y amorosa” de El Poblado, de la que heredó, entre otros, el alcoholismo. Estudió en Benedictinos, en el Columbus School y en el Conrado González. En noviembre de 2020 cumplió 50 años de haberse graduado de bachiller.
Fue también drogadicto de amplio espectro, robaba en supermercados, y estuvo en negocios ilícitos, con dos de sus tres hermanos. Ambos fueron asesinados por la mafia. Y él, Federico Posada Echavarría terminó huyendo, y después soplando en una olla de la calle Perú, en Medellín. Luego, gracias a la ayuda de unos amigos, terminó en una casa de rehabilitación de drogadictos, donde su vida cambió.
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Este hombre de buen humor y buena conversación tiene una vida poliédrica. Cuando una habla con él, cuesta creer que todas sus historias quepan en sus 68 años.
Empezó Derecho en la Universidad de Antioquia, pero no lo terminó. Hizo la licenciatura en Música, en la misma Universidad, donde tomó más asignaturas de las que exigían. Estudió en la escuela Diego Echavarría Misas; y recibió clases de técnica vocal en la escuela de Bellas Artes. Además, estudió composición y dirección de coros y orquesta. Enseñaba música, cantaba misas, y “se defiende” con la guitarra.
Es naturista de toda la vida. Sus primeras influencias fueron de su mamá, que había crecido en el campo, en San Antonio de Prado, y era de los remedios naturales; y del pediatra que los atendía en su casa. Después estudió medicina natural y la ejerce. Además, es vegetariano. Ama todo lo relacionado con el medio ambiente, y siempre lo pone en práctica. Por eso está transformando su casa.
Cuando tenía 23, Federico conoció a Gonzalo: “un verdadero amigo, íntegro, noble, bondadoso, un caballero; que me dio a conocer lo que es realmente la amistad. Y como él era un tipo sano, el riesgo de muchos excesos no se dio en mí por andar con él”. Ese lo resalta Federico como uno de los grandes acontecimientos de su vida, y una de las circunstancias que lo ayudó a salir de la drogadicción.
Otro acontecimiento que ha sido su amor por el yoga, que todavía practica. Conoció al maestro Pramahansa Satyananda, “uno de los exponentes más brillantes del yoga en el mundo”, justamente el día de su cumpleaños número 25. “El yoga lo lleva a uno a un cambio en los patrones mentales, muy real. A un autoconocimiento muy de verdad. A contactar al ser…” Aquí en Medellín vivió varios años con los swamis (monjes hinduistas).
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Las otras facetas
Pero también fue drogadicto en distintos niveles y con distintos insumos. Y estuvo en negocios ilícitos, primero, como secretario de Ignacio, su hermano mayor, quien desde muy joven había emigrado a Nueva York, y estaba en la mafia. Exportaba marihuana prensada en rollos de tela, e importaba “en su maleta, puñados de dólares de la bonanza”. Esa actividad alivió un poco la crisis económica que vivía la familia en ese momento.
A Ignacio lo asesinó la mafia en el 73, y un año después, murió su mamá: “Se murió de angustia. Se apagó su vida de tristeza. Ese fue el elemento disgregador de la familia”.
Hacia 1980, la familia estaba pasando por otra difícil situación económica. Ahí aparece Pedro, su hermano menor, y juntos montaron una cocina de coca, crack y bazuco, en una finquita en Envigado. Hasta la empresa familiar de reparaciones y reformas entró en el negocio, de verdad y de pantalla. Trajeron un “destaquiador espectacular” de Estados Unidos con el que hacían reparaciones sanitarias, de manera rápida y sencilla. Y por las que les pagaban lo que pidieran.
“Pero cuando alguien encargaba medio kilo de coca, de un apartamento lujoso en el centro o en una oficina, yo salía con un palustre, la estopa colgando y un kilo de cemento blanco, por medio Junín, hacía la entrega y nos pagaban… eso era una completa locura”.
Después de cerrar la cocina, su hermano siguió con negocios raros, y terminó asesinado. Y Federico había probado la coca por primera vez y le había quedado gustando. Pero no fue hasta más tarde hasta cuando se desarrolló su “terrible adicción”.
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Su paso por la mafia se lo iban a cobrar luego de la muerte de Pablo Escobar, pagó sus deudas y se refugió en el monte, en Marinilla, Oriente antioqueño. Estando allí mataron a su hermano Pedro. “Yo lo adoraba, era mi parcerito”. Después se fue para Pereira: “En esa retirada gané cierto control sobre la droga…”
Volvió a Medellín y trabajó en el Museo de Antioquia, durante año y medio. Y ahí tocó fondo. “Pero uno prendiendo la fuente de Botero a las seis de la tarde, y apagándola a las 12:30 de la noche… en la plaza Botero… donde está toda la olla… Ahí me cogió una vez un amigo, me mostró una bolsada y me dijo que no tenía dónde soplarse eso. Nos metimos a la sala de máquinas de esa fuente grande a soplar”.
Y Federico terminó en una olla, “la casa amarilla de Perú”, donde estuvo algunos años. En ocasiones, para conseguir droga, estuvo engordando la guagua, una forma de robar metiendo cosas en una bolsa plástica que tenía una rendija por detrás, cortada finamente con una cuchilla. Recorrían los supermercados entre Bello y Caldas, y a las cuatro de la tarde volvían a la Plazuela Nutibara, a un bar de reducidores donde vendían todo, cogían la plata y otra vez a soplar.
Descubrió que estaba vivo
Hasta que un día, “me veo sentado en las escalas de esa casa de tres pisos, sin para dónde coger, y con una bolsa plástica donde tenía una camisa y un pantalón. Y veo que mi única salida es aceptar que estoy cansado, que el tiempo de soplar se está agotando…”.
Entonces, reaparecieron unos amigos para ayudarle y, con su consentimiento, acabó en Fredonia, en Hogares Comunitarios Santa Teresa, una fundación para drogadictos. Allí llegó en 2002, y ese año su vida se partió en dos. Un día gris, plomizo, en el que hasta pensar le dolía… “un pajarito cantó una canción, y rompió esa cosa gris ¡Me di cuenta de que estaba vivo! Yo venía muerto… mi vida era terrible, sórdida… en ese momento me sentí vivo. Lloré un rato, y luego volví a la casa”.
Allí, en la granja, Federico se encontró con Julián Fernández, un viejo amigo de la bohemia artística setentera en Medellín, también en rehabilitación. “Ambos teníamos algunas historias muy parecidas, y nos hicimos muy llaves en eso de controlar este problema tan grande, y salir adelante”.
Cumplido el año del tratamiento, él y Julián se fueron a vivir y a trabajar con la comunidad de Puente Iglesias, Fredonia. Fundaron Cauca limpio, una asociación para recuperar el rio en esa zona, que involucró a los vecinos en el cuidado ambiental y en muchas otras actividades. También trabajaron con los ricos del sector: visualizaron la escuelita y le hicieron numerosas mejoras; entre otras, creció hasta décimo grado; llevaron la señal de internet, etc. etc.
Julián murió en 2016 y con él Cauca limpio; pero Federico continuó trabajando con la comunidad. Creó una banda de música, una escuela de fútbol sala y varios grupos de adultos mayores…
La pandemia frenó sus actividades sociales, políticas y comunitarias, pero le permitió trabajar para hacer de su casa un lugar amigable con el medio ambiente. Él quiere demostrarles a las administraciones que es posible hacerlo, aunque cueste platica. Y en esas está…
Seguro de que se puede salir de la drogadicción, aunque en muy pocos casos. Él es la más viva demostración de eso.