Fanny Sanín (Bogotá, 1938) siempre ha sido abstracta. Abstractos eran sus trabajos desde la época de su formación artística en la Universidad de Los Andes, entre finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, cuando en el curso de pocos años pasaron por allí maestros como Juan Antonio Roda, Marta Traba, David Manzur y Armando Villegas, y jóvenes estudiantes que iban a transformar de manera radical el panorama artístico colombiano: Fanny Sanín y su hermana Rosa, Beatriz González, Luis Caballero, Bernardo Salcedo, Santiago Cárdenas y Ana Mercedes Hoyos, entre otros.
La de Fanny Sanín era entonces una abstracción de corte expresionista, con grandes planos de color, veladuras y pinceladas cargadas de materia. Su primer reconocimiento indiscutible fue el haber sido seleccionada para participar en el XIV Salón Nacional de 1962 con la obra Óleo No. 1B, 1962. Nunca sus obras tendrán un título, en el sentido habitual del término, sino apenas una especie de código como este, que indica el material y define el orden en el cual las va creando.
Sin perder nunca el contacto con el país, los años siguientes los vive entre México, Londres y Nueva York; es un período en el cual puede vivir de cerca la extraordinaria riqueza de posibilidades y cambios que se dan entonces en el arte internacional: no sin razón, en la historia del arte contemporáneo se ha dicho de los años sesenta que fue una década que mejor parece haber sido un siglo.
En ese proceso, Fanny Sanín abandona progresivamente la abstracción expresionista y se aproxima a las poéticas de la geometría, del minimalismo y de las formas de una pintura de bordes nítidos que determinan los campos de color. Desde 1974 su obra se define por el rigor geométrico de los campos de colores planos y la simultánea simetría que le ha permitido desarrollar una especie de pintura en espejo, en la cual una línea imaginaria divide el cuadro en dos mitades exactamente iguales; a veces, incluso, además de la simetría a lado y lado, se da otra arriba y abajo en el plano pictórico. A lo largo de medio siglo, Fanny Sanín se ha mantenido fiel a esta idea, dentro de la cual, sin embargo, ha revelado constantes cambios en el color y en las formas geométricas desplegadas.
Acrílico No. 3, de 1981, en la Colección del MAMM, responde a esos principios. En apariencia, son ideas tan elementales que nos hacen preguntarnos de inmediato cómo es posible que Fanny Sanín los haya respetado durante 50 años en una elección estética radical, que no los haya abandonado jamás y que seguramente tampoco lo hará en el futuro.
Quizá encontremos una primera pista en la codificación de la que se vale para identificar sus obras. La eliminación de un título tradicional implica que no hay ningún punto de referencia diferente a la obra en sí misma: nada nos prepara para lo que vamos a encontrar, no hay ninguna intermediación poética, sino que el observador debe zambullirse directamente en la experiencia de entrar en contacto con la pintura.
Y, tal vez, la primera sensación sea la de no ver nada. Entre otras cosas porque la percepción humana privilegia el movimiento y las llamadas de atención fuertes y aquí, en esta quietud, parecería que todo lo captamos en un simple golpe de vista. Sin embargo, también se debe recordar que las experiencias más profundas de la vida están vinculadas con la lentitud y la espera: la poesía o una copa de vino, la conversación sincera, la oración, el autoconocimiento y la pervivencia del amor. Y, por supuesto, también el disfrute del arte.
En otras palabras, la quietud y la simetría en la obra de Fanny Sanín se puede convertir en una experiencia trascendental, si nos concedemos el tiempo y la paz suficientes para conectar con ella. Y, por ese medio, nos conectamos también con la artista y su forma de trabajo. Quizá, entonces, empezamos a percibir que la aparente sencillez de su idea implica una gran complejidad. Cada forma y cada color son el resultado de un pensamiento sensible, de una intuición y no de la razón; cada detalle sutil que la artista ensaya, como un ligero cambio de color o de tamaño, tiene implicaciones sobre todo el conjunto, y también largos períodos de trabajar y mirar y sentir.
En una especie de meditación, serena y silenciosa, Fanny Sanín crea un universo de orden, pero también de tensiones y, en definitiva, si nos dejamos llevar, nos conduce a una experiencia que, en alguna medida, revive en nosotros el propio proceso de su creación.