Siempre he desconfiado de los biopics, esas películas que pretenden mostrarnos en menos de dos horas el alma de una persona. Si cada uno de nosotros es un misterio para sí mismo, ¿cómo podemos esperar que un director y sus guionistas puedan saber cómo era alguien, qué rasgos lo definían, qué pensaba, qué cosas lo movían o aterraban, cuáles fueron los momentos de su vida de veras importantes?
Borges decía que una persona puede ser representada de maneras muy distintas, como si fuera varias personas, si cambiamos las anécdotas que elegimos para contar su vida. Las canalladas y cobardías mostrarán a alguien que inspira desprecio o compasión. Los heroísmos y emociones elevadas invitarán a que se pida la canonización. Es claro que hay rasgos demasiado notorios: una nariz peculiar, una expresión repetida, un hecho en el que coinciden todos los testigos. Sobre esa precaria base se justifican las películas biográficas, su garantía de que dicen la verdad.
Una buena película sobre los problemas de las biografías fue una falsa biografía. En Citizen Kane, Orson Welles mostró el recorrido de un hombre desde sus orígenes humildes hasta la muerte solitaria en su mansión de millonario. La película es una pesquisa para descifrar el enigma de su última palabra: “Rosebud”. Al final podemos comprender que era la inscripción que tenía su juguete más simple y temprano, un deslizador de madera que le dio más felicidad que todas las riquezas que llegó a acumular. Toda película es una búsqueda del Rosebud del personaje, pero termina mostrando el Rosebud del director. Toda biografía es autobiografía. Es una especie de secuestro de la imagen del biografiado que le permite a un artista explorar su propia vida.
He vuelto a pensar en el asunto raíz de un par de biopics que he visto en las últimas semanas. La primera, J. Edgar, me había negado a verla. Con toda la admiración que me despierta Clint Eastwood, me parecía un poco exagerado pensar que figuras como Howard Hughes y Edgar Hoover tuvieran ambos la cara y el tono neutro de un mesero del Titanic. Pero el avión no ofrecía muchas opciones y me dediqué a ver esa historia de un homosexual reprimido que se dedicó a reprimir y a querer ajustar la realidad a su capricho. La biografía abunda en silencios y ese es, quizá, su mayor acierto. Sugiere cosas sin llegar a asegurarlas: como que Hoover fue el santo patrono de los creadores de “falsos positivos”. La película se salva porque no pretende decir la última palabra sobre el personaje. Pero sigo a la espera de otra película de Eastwood. No sería justo que cerrara su obra con ese biopic.
La otra película no deja de indignarme. Me acuerdo de ella y me da rabia. La elección de John Cusack para encarnar a Poe sería uno de los errores de casting más graves en la historia del cine, si la película de la que hablo, El cuervo, no fuera ni mereciera pasar lo más pronto posible al olvido. Un grupo de guionistas probablemente borrachos y presumiblemente drogados se dedicaron a acumular disparates para llenar los últimos días de Poe, ese misterio que nadie ha podido descifrar. Nunca vi a Poe, no sé cómo era su voz o cómo se movía, pero de una cosa estoy seguro: el Poe de la película no tiene nada que ver con Poe. No sé que tiene Edgar Allan que invita a que la gente le tenga compasión. Con todo y que fue el inventor de la literatura moderna, es común la tendencia´a mirarlo como a un borrachito al que le faltaban tuercas. Con esta pobre película, esa imagen sigue viva: a los que hicieron ese desastre también les faltaban tuercas.
Oneonta, mayo de 2012
[email protected]
Falta de tuercas
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