Por: Juan Carlos Orrego
El otro día, azuzado por los vientos de la inminente Fiesta del Libro, leí unas páginas de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño sobre una invasión a la UNAM por parte de militares, en los años 60. Como la literatura posee la gracia de persuadirnos de la verdad de lo desaforado, cerré el libro con mal sabor de boca, espantado ante los acontecimientos de parecida índole que de un tiempo para acá han tenido lugar a un paso de mi casa, en la histórica Universidad de Antioquia. Desde entonces he tenido pesadillas con figuras negras que blanden bolillos y llevan la máscara de Darth Vader.
Desde el año pasado, y contra el sagrado fuero de lo que se conoce como “Autonomía universitaria”, los agentes del ESMAD se pasean por la universidad como Pedro por su casa —y hay pruebas de que algunos lo han hecho como el Diablo por la suya—. Asimismo, mil cámaras han sido sembradas en el campus, y, según se dice, incluso en los lugares más inconvenientes. Está fuera de discusión que ambas presencias conforman un exabrupto: los uniformados, presa de un ideológico odio histórico, rejas adentro se comportan como cazadores de cabezas y no como agentes del orden; mientras tanto, las vigilantes cámaras estorban la espontaneidad académica y política y, por supuesto, están en el lugar equivocado (deberían estar en Davivienda).
Se conocen algunas de las razones para esas medidas radicales: desde hace años, con la lentitud de ciertas enfermedades fatales, la Universidad de Antioquia se vio invadida por ventas informales de corredor, tráficos ilícitos, robos e, incluso, sangrientos ajustes de cuentas. Ello no extraña a quien la ha visitado desde la década pasada: adentro llegó a reinar una laxitud tal que incluso se permitieron montajes de verdaderas licoreras ambulantes —alguna vez vi una pirámide de botellas de brandy exhibida en una mesa de cafetería—, y hubo quien, a ojos vistas de los porteros, metió una pipeta de gas para nutrir el fogón de un carro de palitos de queso.
Una solución de control menos drástica que arrojar agentes armados y encender cámaras espías fue la implementación de la TIP, tarjeta inteligente —me imagino que tanto como el famoso edificio— que debe presentarse en las porterías para acceder a la universidad. Pero que fuera una solución menos drástica fue apenas una ilusión: la dichosa tarjeta ha significado más radicalidad que la que es propia de los uniformados, y más control que el que, a tono con las sabias explicaciones de Michel Foucault, permiten las grabaciones. Ahora ni los conferencistas invitados pueden entrar —supe de un doctor chileno que no logró franquear la puerta y, en consecuencia, tuvo que ahogar la pena del desprecio en un bar de la calle Barranquilla—, y los colegiales, con sus cuadernitos en la mano y en plan de consulta, ven agotados los argumentos ante los celadores de mármol apostados en los umbrales. Una inflexible lógica de “la tienes o no la tienes” se opone a alternativas que franqueen las puertas a la gruesa comunidad de Medellín.
Una política de extremos ha malogrado el mejor espacio educativo del departamento de Antioquia. La excesiva confianza o el temor desmesurado han prohijado consecuencias y sugerido soluciones igualmente perniciosas. En un colmo de absurdo, el sentido común no ha sido invocado allí donde se lo creería reinante (aunque, es verdad, Descartes dijo que esa suficiencia habitaba en todas las cabezas). El público que hace pública a la universidad va mucho más allá del cliente que paga para mantener vivo su microchip o del policía que vence las puertas con la fuerza del bolillo; ese público es, básicamente, gente como el buen vago o el obrero que acaban de leer esta columna y que mañana querrán sacar de la mejor biblioteca de la ciudad un ejemplar de Los detectives salvajes.
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