Elevar la consciencia alrededor de las palabras que usamos, con otras personas y con nosotros mismos, es una práctica constante. No termina nunca.
Hace unos 15 años, sentada en la Universidad de Antioquia, utilicé una expresión de esas que mal llamamos “cotidianas” para referirme a una situación en la que había sido excluida.
No la repetiré. Unos minutos más tarde, un compañero me hizo un hermoso regalo, incómodo; pero, necesario. Me dijo que mi comentario había sido racista; además, me señaló otros cientos de palabras que usamos, en el nombre de la tradición, que hieren a otras personas.
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Se lo agradecí. Aún lo hago. Fue amoroso, nunca combativo y logró tocar no solo mi corazón, pues el achante fue tremendo; también, mi consciencia. Desde ese día procuro hacerme consciente de las palabras que uso para referirme a otras personas. He modificado, incluso, algunas expresiones machistas, racistas y xenófobas que por años escuché de parte de mi madre y mi padre y, cada vez que meto las patas, porque las embarradas siguen apareciendo, agacho la cabeza con humildad y ofrezco disculpas.
También suelo corregir y llamar la atención de algunas otras personas que las usan y, aunque los días me han enseñado que no se debe ser maestra de alguien que no lo pidió, si son personas con las que tengo confianza y a las que amo, les señalo esos asuntos que no son tan “normales” como creemos. “Todo lo que se dice natural, es cultural”, le escuché decir a Juancho Valencia en un taller.
A pesar de los esfuerzos, esta semana, una mujer a la que he admirado en Twitter y a la que pude conocer para seguir admirando, se llama Lenyn, me señaló otra de esas expresiones “cotidianas” y racistas. Las palabras las usé yo y no me siento orgullosa, volví a agachar la cabeza, ofrecí disculpas, sentí que me devolvía 15 años en mi proceso de autoconciencia y decidí escribir esta columna porque estoy segura de que, en el asunto de la desintoxicación cotidiana, estamos muchas personas más.
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Estamos hechos de lenguaje, de palabras y estas pueden transformar nuestros mundos. Las palabras acarician, salvan, inspiran. También hieren, matan y destruyen. Somos lo que pronunciamos, el tejar de sílabas que hilamos con torpeza o certeza. De ahí la importancia de preocuparnos por ellas, de prestar atención a lo que decimos y, muy especialmente, a lo que hemos repetido durante años y años. Sé que es difícil limpiar con límpido las palabras con las que fuimos bautizados; pero, también sé que es posible y que, si nos detenemos un momento para pensarlo, tendremos un regalo transformador de vida. Nos vamos a tropezar cientos de veces, los cachetes rojos y esa emoción de achante que se siente en el pecho, volverá. Pero, habremos transitado el mejor de los caminos: ese de hacernos mejores a nosotros mismos.
Como bien lo dijo el escritor estadounidense Mark Twain, a quien he convertido en uno de mis profetas, “la diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta es la misma entre rayo y luciérnaga”. Ambas brillan, pero, algunas, cegan.