Por: Gustavo Arango
La literatura está en todas partes. Es un error común pensar que sólo puede hallarse entre las páginas de un libro. Su origen fue verbal, su medio más común sigue siendo el aire, y es en las conversaciones de la gente, en las historias que contamos, en las palabras que elegimos, donde de veras tiene su expresión más viva. Cuando empiezo un nuevo curso me divierto invitando a los alumnos a confesar que no les gusta la literatura. Se sienten rebeldes, contestatarios. Luego, con el transcurrir del semestre, los saco del error: no sólo les fascina la literatura, sino que sería inconcebible vivir sin ella.
Lo de las historias es muy fácil. Necesitamos de historias como necesitamos de aire o de comida. Somos lo que somos por las historias que nos impresionaron cuando niños. Sobrevivimos y nos movemos por el mundo guiados por los relatos sobre el comportamiento humano, sobre el mundo y sus rarezas, sobre las curiosas paradojas que constituyen la vida. Nuestro propio carácter no es más que una colcha de retazos tomados de las sagas familiares, de las vidas de nuestros ídolos, de los sofismas que aceptamos como dogmas.
He olvidado quién dijo que todo lenguaje es metafórico. El hecho de que un mismo objeto se pueda nombrar de manera distinta en cada lengua es una prueba de que toda palabra es sólo un acercamiento. Siempre hay un abismo entre las cosas y el conjunto de sonidos que las nombran. Vamos por el mundo a ciegas, expresando lo que vemos y sentimos con la ayuda del trovador que cada uno lleva dentro. Nos gustan las hipérboles. No es suficiente con que digamos que tenemos hambre; es preciso asegurar que nos podríamos comer un elefante. Decimos haber repetido algo miles de veces, cuando no fueron ni siquiera diez. Miramos por la ventana y decimos, o decían las muchachas hace tiempo: “Están cayendo hasta maridos”. También somos prosopopéyicos: los incendios son voraces, el cielo llora, el viento aúlla.
Me he tomado la libertad de hacer esta digresión por dos razones: porque me sirve de preámbulo y porque lo que tengo para decir puede decirse en muy pocas palabras. En los últimos cinco años he escrito ya varias veces sobre el narrador deportivo que más admiro. Su nombre es Pablo Ramírez y suelo escucharlo en los partidos internacionales de una cadena hispana aquí en el País del Sueño. Lo llaman “La torre de Jalisco”, porque es altísimo, y es un hombre que vive en un estado de constante inspiración. Para Ramírez, la portería es un castillo sin puertas, la pelota “dibuja la silueta del aire”, y los juegos están llenos de detalles y de conversaciones divertidísimas; como la del defensor aplastado que le dijo al atacante: “Súbete que te llevo”. A su lado los demás narradores son unos señores que gritan, pero carecen de imaginación y de palabras.
Esta semana, Ramírez volvió a crear una joya literaria, probablemente hecha de materiales reciclados. El partido de Colombia y Argentina estaba a punto de terminar y las cámaras se regodeaban en el desconcierto y la impotencia de Messi, en la tragedia que significa para el mejor jugador del mundo el hecho de no haber podido “brillar” con la selección de su país. El gesto era elocuente y difícil de explicar. Entonces Ramírez contó una breve historia. Habló de un hombre que estaba tendido en su cama mirando las estrellas, extasiado, filosófico, pensando: “Qué inmenso el universo, qué pequeños somos”. La historia parecía estar fuera de lugar. Imagino que en millones de hogares muchos se preguntaban a qué venía eso. Pero todo quedó claro, incluido el gesto de Messi, cuando el hombre tendido en la cama reaccionó sorprendido y se dijo: “Un momento… ¿Y el techo? ¿Dónde se ha ido el techo de mi casa?”
Oneonta, Nueva York. Julio de 2011.
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Explicación de un gesto
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