Las rodillas le dolían y los músculos se venían quejando a cada paso, pero no quiso ser la más débil del grupo y siguió caminando más allá del cansancio y del dolor. Ahora estaba en Londres, y la familia que le ofreció hospedaje quería ver las joyas de la corona. La chica se disculpó amable y decidió cumplir la promesa que le había hecho a su padre de visitar el pueblo donde Chesterton vivió la segunda mitad de su vida.
Consultó mapas y medios de transporte. Supo que Beaconsfield quedaba a menos de una hora y comprobó que podría ir sin prisas y regresar el mismo día. Cuando caminaba a la estación volvió a considerar la idea de visitar un médico. El día era gris y había una lluvia indecisa y menuda para la que usar paraguas sería una exageración. En el tren se preguntó si el maltrato que le había dado a sus piernas tendría consecuencias duraderas.
Al salir de la estación en Beaconsfield se acercó a un grupo de jóvenes, pero ninguno tenía noticias de la existencia de Chesterton. Siguió bordeando una avenida y se acercó a un hombre de unos setenta años, delgado, parsimonioso, desconfiado cuando le hizo la misma pregunta. El hombre pensó que la chica estaba bromeando y miró a todos lados en busca de cómplices.
–Mi padre lo adora –aclaró la chica–. Quiero enviarle algunas fotos de su casa y, tal vez, de su tumba.
El hombre le preguntó si había leído a Chesterton y ella le respondió que conocía algunos cuentos del Padre Brown. El hombre dijo orgulloso que su padre lo había conocido y que era una lástima que ya casi nadie lo recordara.
–Es uno de los más grandes benefactores que ha tenido Beaconsfield. Dio dinero para la construcción del hospital. La cruz que hay en esa glorieta está allí gracias a él.
A medida que hablaba, el rostro del hombre parecía iluminarse. Le dio indicaciones a la chica para llegar a la casa –“Allí vive una familia que no tiene nada que ver con él”– y al cementerio católico. La chica llegó a la casa arrastrando el pie derecho. Vio una plaquita diminuta y decidió seguir de largo hacia el cementerio, pero pronto descubrió que había perdido el rumbo.
Entró a un pub y preguntó, pero nadie sabía de Chesterton y mucho menos de cementerios. Pidió “fish and chips” y una cerveza, se conectó al wi-fi y le pidió a su padre –que estaba al otro lado del mundo– que la ayudara a ubicarse. El padre se emocionó al saber que su hija estaba haciendo el peregrinaje que él no había hecho. Buscó en la red un mapa del pueblo, ubicó el pub y el cementerio, y le envió la información que le faltaba.
El cementerio era pequeño, modesto y no parecía haber nadie a cargo. El enorme portón estaba cerrado y la chica pensó que tendría que devolverse, pero al apoyar la mano en la madera se abrió sin oponer resistencia. Fue como si el crujido de los goznes hubiera espantado la lluvia, porque en ese mismo instante el sol perforó las nubes y el mundo se iluminó. La chica empezaba a preguntarse cómo encontrar la tumba que buscaba, cuando un zorro pequeño se escurrió entre las piedras talladas y se detuvo a mirarla, como si quisiera decirle que lo siguiera. Así encontró el Cristo y la Virgen de mármol a cuya sombra yacía Chesterton.
La chica imaginó la alegría de su padre cuando le hablara de ese instante, arrancó una flor silvestre que se elevaba por entre las fisuras de la piedra, recogió una estampita de la virgen que algún remoto visitante había dejado, balbuceó una oración y se alejó contenta y aliviada. Tardó en comprender que su dolor ya era una cosa del pasado.
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