Después de sanar la enfermedad fisiológica, se pasa ahora a una enfermedad mucho más compleja, y no tan binaria como la de nuestro organismo biológico: la enfermedad de la psiquis – intelecto, emoción y voluntad –.
Llevamos algo más de un año con una gran complejidad, la cual ha develado muchas de las realidades que, aunque siempre habían estado presentes, pasaban desapercibidas, ya sea por su omisión consciente o inconsciente. La preocupación del hoy, la inmediata, está en mitigar el impacto que está produciendo el COVID19 en todo el mundo, logrando una inmunidad de rebaño que permita alcanzar una estabilidad de la sociedad a todo nivel.
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Para Zygmunt Bauman el signo de la actualidad es el de una sociedad líquida, inaprensible, que se cuela como agua entre los dedos de las manos; para Byung Chul Han el signo de nuestros tiempos está marcado por una sociedad del cansancio, una que empuja los límites personales en busca de la perfección y el mejoramiento continuo, arrojándolo a un escenario gobernado por la frustración y la depresión. Para mí, sin debatir los postulados de Bauman y Chul Han, con los cuales me identifico, estamos en el culmen de una sociedad enferma, y digo en el culmen porque el signo de esta no se escenifica en la actualidad, sino que, por el contrario, resulta ser el constructo de un desarrollo erróneo perverso de la Humanidad.
De una enfermedad fisiológica, una en la que los órganos del cuerpo se desgastan, ya sea por causas naturales o por abuso de estos; enfermedad que, para los seguidores del movimiento transhumanista, pronto será posible prescindir, gracias a los avances en la integración entre el cuerpo biológico y la tecnología. Se pasa ahora a una enfermedad mucho más compleja, y no tan binaria como la de nuestro organismo biológico: la enfermedad de la psiquis – intelecto, emoción y voluntad –, convirtiéndose ésta en la nueva frontera.
Reparar a hombres enfermos de la cabeza es ahora el reto; influir en comportamientos que puedan llevar al ser humano a equilibrar su mente, logrando estados de serenidad y tranquilidad, con plena consciencia de lo que es verdaderamente importante para tener una vida sosegada, sin afugias y cada vez con más momentos de felicidad y tranquilidad.
El trabajo al que nos enfrentamos entonces está en buscar la mejor forma de estabilizar la función cortical, equilibrando pensamientos, deseos y razón, evitando buscar alivio en placebos como las drogas, el alcohol o, como lo advirtiera Gilles Lipovetsky, en un consumo desenfrenado, enmarcado en lo que él llamara la sociedad del hiperconsumo. Ese que nos apacigua por períodos de tiempos cada vez más reducidos, para luego agobiarnos con preocupaciones infranqueables de tipo económico.
Con todo esto, las búsquedas venideras deberán estar más en lo espiritual que en lo terrenal, y con lo espiritual no me refiero a la relación directa –por cierto, equivocada- con las religiones; con espiritual me refiero a la potestad que tiene el hombre de relacionarse en armonía consigo mismo, con los demás, con el entorno y con el cosmos. La tarea, pues, difícil pero apremiante, está en materializar el postulado escrito en la entrada del oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”.