Suenan las canciones de Juan Luis Guerra. Y, a ritmo de merengue, recorremos baldosa por baldosa. Son los días en que tengo la certeza de que esto también pasará.
Lo grito por la ventana mientras lo escribo, aprovechando que la del 301 se fue de cuarentena a otra parte: ¡La amo!
¡Amo a mi escoba de trapear!
Y de contera amo, aunque en menor escala, al balde gris con escurridor, de cuya existencia no tenía antes noticia. Y un poquito, al jabón líquido que ya me huele mejor que perfume de marca. (Incluso al hipoclorito ‑guácala- le empiezo a coger el gustico).
No es excepcional mi trapeadora: palo de madera, sombrero de copa azul; collar también azul; y cintas ordinarias que intentan mantener en cintura las rastas blancuzcas que conforman su melena. Del montón.
Pero es la mía.
Sabe que cuando suenan las canciones de Juan Luis Guerra, la jornada será animada; a ritmo de merengue, recorremos baldosa por baldosa, el piso queda reluciente. Son los días en que tengo la certeza de que esto también pasará y algo bueno quedará. Que cuando suenan las de Loreena McKennitt, la trapeada será lenta, casi desganada; silenciosamente volvemos, al balde gris, ella, a mi mundo interior, yo. Son los días en que la gratitud por el personal de la salud, los periodistas –codazos cariñosos para los de Vivir en El Poblado-, los repartidores, los recicladores, los dependientes de supermercado, los que están en las calles facilitándonos la vida, me deja sin palabras.
Sabe que cuando no hay música, la cosa no anda bien; explaya entonces sus rastas con suavidad, sin detenerse en la huella de parches que dejará en la tabla. Son los días en que extraño los abrazos, los seres queridos que no tengo cerca, los amigos entrañables, la cotidianidad a la que estoy acostumbrada. Que cuando solo se oyen los grillos, es porque el temor gaseoso que produce la incertidumbre, ataca de nuevo; dejará, entonces, mechones enredados en las patas de las mesas para volver a tierra mi atención. Que cuando soy yo la que suspira en do de pecho, llevo dentro más preguntas que respuestas -¿los que están solos?, ¿mal acompañados?, ¿con el estómago vacío?, ¿enfermos?, ¿desempleados?-; sacude con brusquedad su melena, como si de Paloma Valencia en el Congreso se tratara, y por donde pasa deja el charco.
Sabe que…
ETCÉTERA: Abrazo a mi escobita de trapear y se me aliviana el alma. Es así la grandeza de las pequeñas cosas: sin alharacas.