/ Carlos Arturo Fernández U.
En 1979, en circunstancias distintas a las de las últimas semanas con el retiro de Benedicto XVI, Ethel Gilmour (Cleveland, Ohio, 1940 – Medellín, 2009) pintó, en gran formato, el “Entierro de un papa”. Este acrílico sobre lienzo, de 194 por 137 centímetros, se remitía, por supuesto, a las muertes de Pablo VI y de Juan Pablo I, entre agosto y septiembre de 1978. Sin embargo, el análisis que sirve de fundamento a la obra puede ser hoy todavía más vigente que antes.
A pesar de su procedencia y formación extranjera, Ethel Gilmour es una de las personalidades artísticas contemporáneas que más intensamente penetra en la idiosincrasia popular. Desde su llegada a Colombia en 1971 se dedica sin pausa a revisar los estereotipos que permean la cultura nacional; quizá, justamente su origen foráneo le permite descubrir y analizar situaciones que, por obvias, pasan inadvertidas para la mayor parte de nosotros.
Dentro de ese contexto, Ethel Gilmour encuentra que todo lo que tenga que ver con la religión católica parece ubicarse en el lugar central de la vida cotidiana, determinando una parte fundamental del imaginario colectivo, como se revela, por ejemplo, en la enorme cantidad de giros lingüísticos de connotación religiosa que usamos a diario. Y, por eso, su obra está cruzada muchas veces por referencias a esos temas: no porque esté interesada ni directa ni indirectamente en proponer que el arte recupere estos terrenos de la religión sino, más bien, por su incidencia en los esquemas culturales establecidos, los cuales analiza y critica por medio de su trabajo artístico.
En ese orden de ideas, lo que Ethel Gilmour plantea es una reflexión sobre la manera como los temas de contenido religioso acaban convertidos muy frecuentemente en estereotipos vacíos de sentido, mediados por la televisión y los periódicos.
En realidad, este “Entierro de un papa” no responde, desde ningún punto de vista, a una experiencia espiritual, como sería, por ejemplo, la de un creyente que se sintiera conmovido por la muerte del Papa y quisiera estar místicamente unido al ceremonial de sus funerales.
Lo que aparece en el cuadro de Ethel Gilmour es, claramente, la imagen “oficial-religiosa” transmitida por los medios de comunicación. El enfoque de la escena revela que el punto de partida de la composición debió ser una fotografía correspondiente al momento del traslado del cadáver a la cámara ardiente. Por una parte, percibimos el montaje ceremonial del acontecimiento, cargado de un formalismo tal que hace olvidar su significado religioso e incluso puramente humano, como sería, por ejemplo, la reflexión acerca de la fugacidad de la vida de todos. Quizá lo que más impacta es el enorme fondo verde limón que tiene el efecto adicional de mostrarnos que estamos fuera de lo real. Pero, además, por otra parte, a ello se agrega la conversión del hecho en espectáculo, lo que constituye un nivel adicional de distanciamiento de la experiencia directa.
En última instancia, hay aquí una profunda crítica política, todavía válida en la actualidad, que, quizá sin pretender cuestionar la dimensión espiritual, o, al menos, sin detenerse en ello directamente, hace patente las consecuencias de su conversión en espectáculo.
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