La comuna 1, la del primer metrocable, la del Parque Biblioteca España, la de los desplazados, la pobreza y los estigmas de violencia, la que se convirtió en un laboratorio de transformación urbana y social, sí que es popular
La negra tiene tumbao y cuando camina la gente la va mirando. Las sandalias aligeran sus pasos, su falda y blusa sueltas le quitan opresiones, su afro altivo -contundente- la engrandece, su nombre la hace única. Ella se hace notar, como aquella vez en marzo de 2009 cuando el alcalde Salazar subió a Santo Domingo con los encopetados ejecutivos del BID y se fijó en ella, la artesana de roperos y revisteros de mimbre: ¿Eloísa Legarda? ¿Usted de dónde salió?, le preguntó.
La historia mía no es muy alentadora, nací en Ochalí, una vereda de Yarumal, pero me críe en San Andrés de Cuerquia. No terminé ni la primaria; mi papá era machista, decía que el estudio en las mujeres se perdía. A los 12 años yo ya era niñera, ayudaba a cuidar unas gemelas y a mis hermanos. El mayor se fue pequeño de la casa y quedé cargando la Santa Cruz. Cuando tenía 16 años nos vinimos para Medellín: María Digna, mi mamá no se aguantaba el trato de mi papá. Ilíquidos, llegamos a dónde la abuela, aquí mismo, en Granizal. Luego nos fuimos a vivir arriba, en Carpinelo, hasta que nos regalaron este lote, hicimos una pieza. Junto con mi hermana, ahorrando, pudimos hacer otra habitación y echarle losa al techo.
Fue empleada en casas de familia, panadera, niñera, operaria de confección, mensajera, bodeguera, auxiliar de corte, aprendió de decoración, de manejo de pagos… hasta que se quedó sin empleo. Para sobrevivir se volvió artesana. Había trabajado tanto en las casas de los ricos, que conocía sus gustos. El mimbre, la madera, la tela, el hierro, se volvieron la materia prima de sus canastas de múltiples usos. El Centro de Desarrollo Zonal -CEDEZO- del barrio Santo Domingo le dio el primer empujón para convertirse en microempresaria.
Poco a poco llegaron logros, premios, capacitaciones, incentivos: la universidad Eafit le hizo un estudio para consolidar su portafolio; participó tres veces en Colombiamoda, hace diseños para un exclusivo almacén de El Poblado, subcontrata a distintos artesanos, es parte del proyecto Ciudad Clúster, está presente en los Mercados Campesinos y los domingos desciende desde su casa, a pocas cuadras del parque lineal La Herrera, en las laderas del nororiente, hasta el de La Presidenta en el sur del Valle de Aburrá, donde vende sus productos bajo una carpa.
Falta plata pero lo que hay son ganas: las de tener una casa finca de recreo -pero en tierra caliente- y una empresa que le de educación gratuita y vivienda propia a sus cincuenta empleados. La idea es hacer que la gente se sienta feliz, no quiero ser injusta como otros fueron conmigo. Ese sueño de Eloísa Legarda tendrá que esperar; su emprendimiento aún no le da para irse de Granizal, uno de los doce barrios que el Departamento de Planeación municipal reconoce como parte de la Comuna 1 Popular.
Pero han surgido otros sectores como Nuevo Horizonte, Santa María La Torre, Marco Fidel Suárez, Nuestra Señora del Rocío y Santa Cecilia, que actualmente gestionan su inclusión formal en ese territorio multicolor que se volvió visible y tangible para el resto de la ciudad con la llegada del metrocable.
Puerto de llegada
Primero que todos bienvenidos. El metrocable lo hicieron extender hasta Piedras Blancas. Piedras Blancas queda más arriba de esas montañas que son el Parque Arví, que tiene 16 mil hectáreas. El Parque Biblioteca España costó seis millones de dólares que en total fueron 17 mil millones de pesos. Su arquitecto fue Giancarlo Mazzanti, él es barranquillero… Juan Pablo tiene 10 años y se traga las eres al hablar. Se la pasa jugando en la pequeña pista cóncava para skater a unos pasos del mirador de Santo Domingo. Con sus amigos Estiven y Andrés le echan ojo a los que tienen cara de extranjeros para recitarles como fue la transformación de su barrio.
Según cuenta, fue el mismo arquitecto Mazzanti quien le sugirió a un grupo de niños de la Institución Educativa La Candelaria que se aprendieran la historia y se la ofrecieran a los visitantes a cambio de propinas. Cuando le va bien recoge hasta 50 mil pesos, incluidos los dólares. Pero ahora el tráfico de turistas ha mermado. La biblioteca está cerrada mientras reparan los cascarones negros que le dan la forma de tres piedras gigantes plantadas en el filo de la montaña.
La mayoría de turistas siguen derecho en el cable hasta Arví y se pierden no solo la oportunidad de imprimir en sus pupilas el espléndido paisaje anaranjado que ofrece Medellín desde el mirador, sino de contagiarse del caos, la alegría, los sonidos y sabores que bullen en la parte central del barrio, y en especial en esa calle de menos de cien metros llamada Puerto Rico, un pedacito de vida campesina insertado en plena urbe atiborrada.
El rico no es más que el pobre, al César lo que es del César y no hay otra explicación… canta Darío Gómez a todo taco desde el computador de Mojitos Bar. Al frente, en la discoteca Vibraciones, suena un reggaetón; a los lados las casas de dos y tres pisos con sus chacharerías, las exhibiciones de bolsos, chanclas, las presas de pollo apanado, la bandeja paisa y la carne con papitas, los helados, la oferta para reparar cualquier tipo de sonido electrónico, la veterinaria para las mascotas, y las pandillas de perros sin dueño olfateando cuanta basura existe.
Ningún negocio está vacío y para cada cliente hay un vendedor que por tradición es de la misma comuna. Así se ahorra dinero, tiempo y se gana un poco más de calidad de vida. Eso lo sabe Alba Luz Villegas, asesora comercial de una empresa de telefonía móvil. Desde que tenía once años vive en el barrio La Avanzada, arriba de la montaña. Al igual que muchas de sus compañeras y vecinas le quedó difícil escapar del influjo que ejercían los muchachos del barrio. Fue pareja de uno de ellos, hasta que se cansó, se separó y decidió que ella sola era capaz de salir adelante. No hay plata pero si hay ganas, sabe que vendiendo más puede pagar el arriendo de 200 mil pesos y darle una buena educación a su hijo de ocho años.
Si en este bar llora un hombre ese soy yo al recordar, es que la ingrata se ha ido y no la puedo olvidar vuelve a gritar Darío Gómez. Son las 4 de la tarde, un viernes, y Puerto Rico promete un fin de semana con mucho trago y despecho. Se llama así por la tienda al por mayor que surtía a los graneros de la zona. La tradición de ir a comer, mercar, rumbear allí, sobrevive a pesar de que la mitad de la calle desapareció con la construcción de esa estación del cable que como una supernave espacial les aterrizó de golpe en medio del hacinamiento.
Antes tenía el doble de vida. Ahí estaban los caballos, las cantinas, las rocolas, los sombreros, las señoras piadosas y la pequeña imagen de un Santo Domingo Savio, encerrado en una urna de cristal, vestido de negro y mirando al cielo en actitud piadosa. Era como si los campesinos -venidos de Caicedo, Liborina, Ebéjico, Dabeiba- se hubieran trasladado con todo el pueblo a esta periferia que empezó a volverse barrio en 1963, cuando doña Domitila Moreno y su esposo Juan Vicente subieron sus corotos e improvisaron el primer tugurio.
Desde abajo, desde el valle con su río, era imposible ver ese movimiento constante. Y pocos subieron en los ochenta para entender por qué una buena parte de los jóvenes de Santo Domingo se habían convertido en el “coco” de la ciudad con sus motos, sus escapularios, sus pistolas y su puntería para no equivocarse en el momento de matar a alguien. Pero desde julio de 2004 cuando se inauguró el metrocable, la comuna 1 ganó popularidad.
Los que nunca habían subido esos siete kilómetros que hay hasta allí desde el Centro de Medellín -los colectivos eran unas vetustas camionetas Chevrolet o Ford conocidas como La vida no vale nada por baratos y por sobrevivir a la carretera estrecha, de curvas y abismos- quedaron de ojo volado al ver que más que una ladera, las comunas del sector nororiental de Medellín son un montón de cerros, uno detrás de otro, tapizados de casas y escaleras.
La quinta fachada de la ciudad, esa que se ve desde el aire, develó terrazas entre las terrazas, alcobas dentro de las alcobas, camas en la sala, baños en las cocinas, lavaderos compartidos en medio de ese laberinto atiborrado que es la Comuna 1, la misma en la que habitan cerca de 150 mil personas -según datos del Sisbén de 2008-. Todas de los estratos 1 y 2. Allá arriba no alcanza para estrato 3.
Entre curas y convites
Hace 21 años María Ocampo tuvo que salir corriendo de Granada, Antioquia. A su esposo lo amenazaron y no les quedó más remedio que empacar, cargar con sus dos hijos, y llegar a Medellín. En el Popular 2 encontraron un arriendo barato, y se pudieron defender con lo que el hombre de la casa conseguía con sus ventas ambulantes. Pero no alcanzaba, así que ella decidió ganar unos pesos extras con lo que a diario hacía en su casa campesina: asar arepas.
Primero logró negociarlas por paquetes de cinco en las tiendas del barrio, pero la ganancia era poca. Plata no había pero ganas sí; entonces se arriesgó a venderlas afuera de la casa. Son tantas las que amasa y asa que cuando se sube por La 46, caminando, en moto, en bus, es imposible no verlas con su color amarillo. Con 30 kilos de maíz que compra en el granero vecino hace 500 cada día. Con la ayuda de una hija muele el grano entre las 10 de la mañana y la 1 de la tarde. Amasa, arma y a las 2 ya está asándolas al carbón. Las ofrece solas, a 300; con hogao a 600 y con quesito a 1000. Dice que las vende todas.
Cuando María llegó al Popular ya se había dado la pelea para que se reconociera al barrio como legal. En 1963, tiempo de los primeros asentamientos, nada les resultó fácil. La administración municipal se oponía a que esos terrenos fueran ocupados, y se dieron constantes desalojos. Se necesitó de la unión comunitaria, de los convites, las mingas y de los curas rebeldes para ganar esa guerra: “Federico, tu eres nuestro Cristo paisa”, rezaba un grafiti pintado en alguna pared del Popular 2, señal de admiración por el padre Carrasquilla, ese cura letrado y viajero que llegó a finales de los sesenta a los asentamientos que hoy son el barrio, para infundirles valor a los invasores de lotes, para no dejarse de la fuerza pública.
Si la policía tumbaba los ranchos ahí estaba él con la cruz, con picos, palas, cartones y martillo para decirles a los damnificados que volvieran a levantarlos. Miremos quién se cansa primero arengaba. Y al día siguiente, las máquinas de nuevo derrumbando chozas, y en la noche otra vez en pie. Cura rojo le decían. Hasta cárcel chupó y su investidura perdió por orden del temible arzobispo y luego cardenal Alfonso López Trujillo.
Amigo de la Teología de la Liberación, el padre Federico Carrasquilla tenía muy claro que era necesario continuar con la obra de Cristo, estar del lado de los necesitados. De su paso por la Comuna 1 quedó el templo de la Divina Providencia, una fundación –FEPI- para la educación popular y la pequeña industria, amén de una Institución Educativa con su nombre. Así como él, otros curas como Guillermo Buitrago, Vicente Mejía Espinosa y Gabriel Díaz hicieron lo propio en distintos sectores de la nororiental.
Si Manrique tiene La 45, el Popular 2 tiene La 46: una calle larga que se curva y se angosta como el caracol, llena de motos raudas, de ventas de cualquier cosa, que está estrenando andenes de colores, los que hacen parte del programa de la municipalidad Corredores para la Vida. Son 2.910 metros cuadrados de aceras entre las calles 107 y 120. Este proyecto busca fortalecer la red peatonal en distintos sectores de la ciudad. No es una obra fácil, es quitarle espacio a las casas, nivelar desniveles en barrios construidos a la topa tolondra. Lo esencial era estar bajo un techo propio, ganarle terreno a la montaña. La luz, el agua potable, las vías, la infraestructura irían llegando lucha por lucha.
La vida digna
Villa Guadalupe es el barrio más viejo de la comuna 1. En 1938 era periferia, unos extramuros. Su cercanía con Manrique confunde y es normal que hasta los taxistas crean que pertenece a la comuna 3. Su parque es una fiesta: a diario se citan los ancianos para retarse a muere en duelos ajedrez. Los de siempre toman tinto, beben cerveza en el quiosco de la Acción Comunal, atendido desde hace décadas Alirio Muñoz. Los niños se columpian, ruedan por los toboganes, se balancean en los mataculines. Los jóvenes juegan fútbol o básquetbol en alguna de las tres canchas, mientras otros hacen barras. En las casetas hay helados, perros, legumbres frescas. Ni de noche se queda solo.
A una cuadra del parque, subiendo la loma, está Convivamos, una organización popular y comunitaria que surgió hace 25 años -por iniciativa de los habitantes- en un complejo contexto de violencia. Es la oenegé más influyente de la comuna 1 y su radio de acción abarca las otras tres comunas del nororiente de Medellín. Allí se articulan cerca de 30 expresiones comunitarias entre comités barriales, vecinales, de planeación, grupos juveniles, de mujeres, de comunicación y artísticos. Desde el cierre de la Biblioteca España han sido decisivos en el éxito de la estrategia Parque al Barrio que consiste en descentralizar todas las actividades que se hacían en el espacio de Santo Domingo.
La prevención del abuso y la explotación sexual infantil, una perspectiva de antimilitarismo y objeción de conciencia en los jóvenes, equidad de género y participación de las mujeres en política y la constitución de una veeduría comunitaria ante las políticas de Ordenamiento Territorial, son los cuatro ejes de trabajo de la organización. Por eso, con su apoyo se creó desde 2008 la Fiesta de las Mujeres y el Agua, que pretende llamar la atención sobre la falta de agua potable en La Honda, La Cruz, Bello Oriente, Carpinelo, La Avanzada y Santa María de La Torre, barrios con cientos de viviendas en zonas consideradas de alto riesgo no mitigable, que sobrepasan el límite del perímetro urbano y están por fuera de la cuota de saneamiento que pide EPM.
En la comuna 1, el 53 % de la población son mujeres, las más visibles en las organizaciones comunitarias y en esta pelea por el agua. Salimos a protestar, a exigir porque somos las que nos quedamos en la casa mientras el hombre se va a trabajar; a nosotros es a quienes nos toca vivir la cotidianidad sin agua para lavar, para bañarse, para cocinar; bajamos lomas para ir a buscarla en las pilas comunales, y cargamos los baldes hasta la casa, expone Aura Serna, una de las damnificadas.
Cuando ella llegó en 1989 a Carpinelo, el sector ni siquiera se llamaba así. Eran puros cafetales, no había más de cinco ranchos, no había luz, ni agua y muchos menos una carretera. Tocaba subir 700 escalones desde dónde la dejaba el bus de Santo Domingo. Fue testigo del crecimiento del barrio, de la manera como levantaron el templo de madera a punta de convites, como se trazó la primera calle con la ayuda del padre Rubén Darío Ospina y como empezaron a matar a los líderes del sector. Y también tuvo que irse, a pesar de ser fundadora.
Ella venía desplazada de Puerto Valdivia. Se instaló primero en Bello Oriente, de dónde también la hicieron ir. Ahora está en La Honda. En la Fiesta de las Mujeres y el Agua de este 2015, de nuevo participó. Un tul azul de 40 metros, cargado por grupos de mujeres de la zona nororiental, simbolizó el agua pedida. Sin plata, pero con muchas ganas, con chirimías, canciones y consignas, exigieron el mínimo de agua vital y de calidad para sus barrios. Ese fue el comienzo de este mini carnaval que salió desde Bello Oriente, bajó hasta la calle 23 de Carpinelo, siguió de largo por el moderno espacio de Jardines el Buen Comienzo -programa de la Alcaldía que atiende integralmente a los niños y sus familias durante sus primeros cinco años de vida- y llegó a la vieja cancha de Los Tablones en la que hubo sancocho comunitario y presentaciones artísticas.
Ahí en la tarima se lucieron con sus pases, sus saltos, sus giros en el piso, sus paradas de cabeza, los Mágicos Crew. Esta pandilla de bailarines de break dance tiene su público. Doce jóvenes integran el cuerpo elite del grupo nacido en 2011 y ganador de eventos a nivel local. Milton y Ferney, dos de los fundadores, son caleños, son hermanos. Vivieron en Bogotá y de un barrio de Ciudad Bolívar se tuvieron que ir huyéndole a los problemas. En 2005 ya estaban instalados en lo alto de la comuna 1. Fueron vendedores ambulantes, de correas y de miel. Los apodaron Los mieleros, y cuentan que con sus amigos armaron un combo de peligro, de peleas. Los vecinos les tenían miedo.
Conocieron a Jeison -también plaga, perdió cuatro veces el año noveno- y el gusto por el baile los comenzó a cambiar. Hacer parte del programa Derecho a soñar, de Ciudad Don Bosco, fue el empujón que les hacía falta. Al principio iban a las charlas por el refrigerio, pero les fue calando la actividad, hasta que aceptaron estar medio internos. Milton aprendió mecánica automotriz, Ferney fabricación de Muebles Modulares, y Jeison Artes gráficas. Ahora sienten que están enrutados. En la casa de la cultura de Carpinelo ensayan y dirigen un semillero de cuarenta aprendices de breaking. ¿Con qué plata? no hay… lo que hay son ganas.
El cronista
Ramón Pineda
Comunicador social – periodista de la Universidad de Antioquia. Especializado en Estudios Urbanos de la Eafit y con maestría en Estudios Socio- Espaciales del INER. Fue cronista y editor en La Patria de Manizales, La Hoja de Medellín y el periódico De La Urbe del pregrado de periodismo de la Alma Mater. Ha escrito libros, revistas y artículos empresariales para Protección, Éxito, Isagén, Anglo Gold, Cámara de Comercio de Medellín, Gobernación de Antioquia y Alcaldía de Medellín. Docente de narrativas periodísticas, literarias y urbanas en la Universidad de Antioquia y la Pontificia Bolivariana.