“Estado de agitación”: esta es la segunda acepción que ofrece la Real Academia Española de la palabra ebullición. La primera es “hervor”. Tiene entonces un sentido doble y alarmante el hecho de que las Naciones Unidas hable ahora de “ebullición global” para referirse al cambio climático y sus efectos: si hasta ahora en el mundo ha sido difícil consolidar la paz, la equidad, la justicia y la colaboración, imaginemos cómo será cuando haya más pobreza, más hambre, más enfermedades, más migración, más huracanes, más inundaciones, más sequías, como consecuencia del aumento global de la temperatura.
¿Cómo podemos promover una transformación social para evitar situaciones catastróficas?
Para responder a esta pregunta se requiere apoyar más la investigación desde las ciencias naturales y la ingeniería para comprender mejor lo que pasa con nuestro sistema Tierra y generar soluciones. Y también se necesita –con más urgencia todavía– un mayor apoyo a las ciencias humanas y sociales para entender por qué diablos no respondemos debidamente a la crisis ecológica si ya tenemos a la mano tanto información como herramientas y tecnologías para hacerlo. Desde estos campos del conocimiento que se ocupan de lo humano tendríamos que estar abordando con más ahínco la pregunta por nuestro relacionamiento individual y colectivo con la naturaleza que somos. Necesitamos que se multipliquen los espacios de diálogo local sobre nuestros comportamientos y sobre la impostergable tarea de habitar nuestro mundo (ocupar nuestro hábitat) de una manera que regenere los ecosistemas, no que los destruya.
En Medellín y el Valle de Aburrá los últimos años han sido, en general, tiempos de estancamiento (¿quizás incluso de retroceso?) en asuntos ambientales. Aunque a veces hay indicios de una sensibilidad más profunda frente a lo que pasa con el planeta, la mayor parte de la ciudadanía sigue siendo inmadura en este campo y los gobiernos locales no han hecho nada realmente significativo para que esto cambie. La Ecociudad de Daniel Quintero fue tan engañosa que ni siquiera se actualizó el plan de educación ambiental municipal (que la administración pasada dejó vencer). Este es solo un ejemplo de que los gobernantes no comprenden qué significa administrar una ciudad en un planeta en ebullición. Y ni hablar de la mediocre dirección del Área Metropolitana del Valle de Aburrá.
Si no fuera por aquellas personas que mantienen vivos los procesos vitales en las dependencias ambientales gubernamentales (y por otras que desde la ciudadanía trabajan para cuidar la naturaleza), la situación sería mucho peor. Hay que agradecerles, sí, pero el agradecimiento no basta: no podemos dejarlas solas y pretender que sigan nadando a contracorriente en administraciones lideradas por individuos que no entienden la magnitud del problema, o que no les importa enfrentarlo.
Vienen elecciones. Nuestras ciudades están agitadas y los ánimos en ebullición. La naturaleza también. Hay que conversar bastante sobre lo que queremos como sociedad… y decidir muy bien.