En cita con la psicóloga infantil

En el teatro del absurdo en el que se ha convertido Colombia, hay escenas que no requieren metáforas. Basta imaginarlas. Por ejemplo, el presidente de Colombia sentado en una pequeña silla azul, de plástico, en el consultorio de una psicóloga infantil. Frente a él, una profesional muy paciente, libreta en mano, le pregunta con voz suave: “¿Gus, por qué te molestas cuando las cosas no salen como quieres?”.

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Él responde, con gesto adusto: “Porque yo tengo la razón. Siempre la he tenido. Y los otros no me entienden. Me traicionan. Me sabotean”. La terapeuta asiente. Toma nota y dictamina. Diagnóstico preliminar: impulsividad, muy baja tolerancia a la frustración, superficialidad, rechazo a los datos y a la academia, tendencia a la victimización y desconexión parcial con la realidad externa. ¿Tratamiento? Lento y complejo. Aunque, tristemente, no es un niño: Se trata del presidente.

El país ha sido testigo de un estilo de gobierno que se parece más a una catarsis emocional que a una gestión pública. Gustavo Petro no gobierna: reacciona. No argumenta: acusa. No estudia ni profundiza: tuitea. No construye consensos: se desmarca. Cualquier crítica, cualquier dato, cualquier adversario -incluso los aliados que ya no lo aplauden- se convierten en villanos de su relato. Y ese relato es rígido: si no encajas, estorbas.

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Lo más preocupante no es su visión ideológica. Un gobierno de izquierda, bien conducido, podría aportar reformas necesarias. Lo inquietante es la inmadurez mental con la que ejerce el poder, la rigidez ideológica, la pereza para leer, estudiar y asistir a eventos. La emocionalidad constante. La necesidad casi patológica de tener la última palabra, de nunca reconocer un error, de señalar culpables, de repetir que la historia le dará la razón.

Cada semana presenciamos una rabieta nueva, que nubla la anterior: contra la Corte, contra el Congreso, contra el Banco de la República, contra los medios, contra la OCDE, contra las cifras, contra los exministros… contra el mundo. Y mientras tanto, los problemas estructurales del país  -educación, salud, seguridad, pobreza- siguen esperando a que el presidente se calme.

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El ejercicio del poder exige temple. Y la madurez no es opcional cuando se tiene en las manos el destino de una nación. Uno puede debatir, transformar, incluso incomodar. Pero, no puede gobernar con el ego herido, la susceptibilidad a flor de piel y el tono de quien siempre está al borde de la pataleta.

Tal vez no sea tarde. Tal vez el presidente aún pueda salir de ese consultorio imaginario, mirar a su gabinete, a sus contradictores y al país, y decir con algo de serenidad: “Vamos a trabajar en serio”. (Sí, como no, probabilidad cercana a cero).

Por ahora, Colombia sigue atrapada en un país que se gobierna como si fuera un cuarto de juegos. Con un niño en el centro, aplaudido por sus copartidarios, como si en verdad fuera modelo de madurez y liderazgo positivo.

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Todos los demás, entre tanto, a la espera de su próximo berrinche. Y de que pasen pronto estos 14 meses finales. Para poder empezar a disfrutar de tu lejanía, niño Gus…

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