Crecí escuchando que los alimentos ricos estaban prohibidos porque engordaban. La información sobre sí generaban o no enfermedades llegó más tarde. A medida que empecé a estudiar Medicina, me di cuenta de que, aunque ciertos alimentos podían empeorar algunas condiciones, en la vida de estudiante en el hospital, la comida solo servía para no tener hambre y sobrevivir.
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Muchos años después, fue mi cuerpo el que sintió el impacto de lo que pensé era mi libre albedrío al satisfacer mi apetito con papitas, brownies, algunas verduras y muchísimo café. Esta dieta me proporcionaba la alerta mental y física necesaria en ese momento, o eso pensaba. Durante muchos años, normalicé el bajón posterior a las jornadas extensas, el trasnocho y la carga académica. Todos hablaban de lo mismo, así que simplemente lo acepté.
Mientras tanto, mi mente me jugaba malas pasadas y me diagnosticaron depresión. Empecé a subir de peso y, años después, me sumé al grupo de hipertensos. Parecía normal: ser médica, tener más de 40 años y una vida agitada.
Como no me sentía bien con mi cuerpo, comencé a hacer dietas. Las probé todas: la de la piña, la del atún, contar calorías… Todo esto empeoró mi mal genio. Aprendí a cerrar la boca para no engordar, lo cual también agravó mi irritabilidad y, con ello, mi estado de ánimo nunca era estable.
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Conocí la medicina funcional y empecé a entender que lo que llamaba libre albedrío era un modo de sobrevivir. Mi cerebro, al estar en alerta, pedía azúcar, grasas y comida chatarra. Me atreví a probar un modo diferente: descansé, dormí y dejé de comer azúcar. Aumenté las porciones de proteínas y grasas a las que les temí toda la vida, e incluí colores en mis platos (verduras y frutas). ¡Y funcionó! Poco después, no me sentía tan irritable, me sentía liviana, calmada, tranquila. Volví a dormir bien, dejé de estar fatigada y con la energía baja.
Comprendí que la restricción a la que había sometido mi cuerpo se debía al estado de inflamación al que también sometí mi cerebro durante muchos años. Lo que me llevó a sufrir varias consecuencias. Pero, fue más fácil de lo que pensé. Solo fue darle otra información al cerebro y este empezó a elegir, preferir y disfrutar la comida natural y real.
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Aclaro, y todos los que me conocen lo saben, que disfruto comer y quedar saciada. Practico comer con hambre y ad libitum -a placer, a voluntad-. Entendí que necesitaba hackear mi cerebro, dándole información (comida real) suficiente, eficiente y oportuna; para que eligiera mejor los alimentos y no viviera en restricción. Descubrí que todo esto pasaba debido a un universo de microorganismos que habitan en mi sistema gastrointestinal y que envían mensajes a mi cerebro. Ese universo se llama microbiota, y les contaré más en el próximo artículo.
Como colofón, ya no soy hipertensa, no sufro de depresión y me siento mejor que nunca. La locura sigue y seguirá, porque ¿qué significa la locura si no es pensar diferente para crear caminos que nos sorprendan con un mágico final?